27 octubre 2004

1978 - La prima volta

En la primavera de 1978 ya no aguanto más. Tengo que ligar como sea y quitarme de encima esa casposa virginidad que me está volviendo loco. En la Guia del Ocio, en la última página, hay una sección de contactos donde a veces aparecen anunciados chicos que buscan chicos. Uno de ellos me hace gracia: "tío de 25 años con mentalidad de 35 y espíritu de 15..." Escribo una carta y luego de mucho pensarlo, la envío. Y el 8 de Julio, después de comer, recibo una llamada mientras veo la versión TVE de "Grandes Esperanzas". Se llama Miguel y quedo con él en la puerta de Alcalá, frente al Retiro. La primera impresión no es muy buena: bastante calvo, algo gordito, aspecto corriente. Vamos a su casa, cerca de Orense, y tras una escueta conversación llena de timidez por ambas partes, pasamos a la cama. Que resulta un poco decepcionante debido a la mutua inexperiencia. Él se empeña en practicar en una sóla sesión todo lo que ha leído en un libro que se puede hacer. Y la cosa resulta demasiado fría. Pero cuando nos despedimos y salgo a la calle estoy eufórico, es como si me hubiera quitado un peso de encima.

Unos días después me vuelve a llamar y quedamos de nuevo en su apartamento. Esta vez estamos más relajados y nos contamos nuestras vidas. Él es de un pueblo de Alicante, tiene 28 años y es un genio de las matemáticas, fanático de la ciencia ficción y del glam rock. Posee super-equipazo de alta fidelidad y una nutrida discoteca, con todo Bowie, Kraftwerk, Eno y muchas más cosas interesantes. En un par de meses dejamos aparte el lado erótico –que no nos satisface a ninguno de los dos- pero reforzamos nuestra amistad, basada en mucho cine serie B, restaurantes chinos e interesantes conversaciones sobre todo lo divino y lo humano.

Un día me cuenta que ha conocido a un chico de San Blas, Luis. Tiene dieciseis o diecisiete años y su primer encuentro ha sido totalmente chusco. De película de Almodóvar, diríamos ahora, pero entonces a Almodóvar sólo le conocían en Telefónica. Parece ser que Miguel escucha una tarde aburrido la radio cuando sacan al aire una llamada. Es Luis, que está enfermo (en realidad convalece de una hepatitis) y se aburre e invita a merendar a cualquier chico que le oiga. Miguel no se lo piensa dos veces y se hace dieciocho paradas de metro. Cuando llega, merienda con Luis y su madre.
Poco después me lo presenta. Luis es delgado, moreno, guapete, pero me cae fatal. Va de moderno y enterado y en realidad me parece ignorante y pretencioso. Quién iba a decirme que luego seríamos inseparables.
Y no escribo más hasta dentro de unos días, que mañana me voy de vacaciones... a Perú.

26 octubre 2004

Juegos de estrategia

Dentro de una semana se celebran las elecciones presidenciales en los EE.UU. y es muy probable que George W. Bush prorrogue cuatro años más su nefasta presidencia. ¿Cómo lo ha conseguido?

La extrema derecha corporativo-religiosa que domina el panorama gringo desde hace un tiiempo ha utilizado técnicas que se remontan a la Alemania nazi. El doctor Goebbels decía que "una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad". Y los neocons han aplicado con éxito esta fórmula. Desde los años ochenta, las grandes corporaciones implicadas en lo que el presidente Eisenhower llamó "el complejo industrial-militar" han venido adquiriendo los principales medios de comunicación de masas, fundamentalmente las grandes cadenas de televisión y de radio. Entonces se inventan mil conspiraciones y se convence a la gente de que un malvado enemigo (Sadam Hussein hace dos años, los bolcheviques, los judíos en la década de 1930) amenaza su seguridad. Cualquier opinion disidente es silenciada o –peor aún- ridiculizada. Cualquier oposición política es descalificada y acusada de cooperación con el enemigo. Cualquier evidencia de que las cosas no son como ellos dicen se atribuye a una confabulación del enemigo. Se exaltan símbolos –la cruz y la bandera- que apelan a los sentimientos primarios de la gente sencilla. Y una vez que tienen a una buena parte de la opinión pública metida en el bote, aplican un programa radical. Dios bendiga a América.

En España, los gobiernos del PP intentaron algo parecido. Durante su primera legislatura en el poder (1996-2000), Aznar y los suyos parecen moderados, no tienen mayoría absoluta en el Congreso y necesitan dar una imagen más centrada. Pero aprovechan para ocupar los consejos de administración de las grandes empresas públicas privatizadas, estimulan un archipiélago de medios de comunicación afines e intentan acorralar a los pocos medios que no controlan. Una vez conseguida la mayoría absoluta en 2000, caen las máscaras. Entonces tenemos enemigos internos (progresistas trasnochados, nacionalistas periféricos = ETA) y externos (los moros, los gabachos, Osama y Sadam). Ninguna crítica es válida si procede de una oposición previamente descalificada como "social-comunista", "separatista" o directamente "terrorista". Y cuando la realidad consigue asomar su feo rostro en los telediarios –Huelga General, Prestige, Yakovlev-, se niega toda evidencia con un "nosotros no hemos sido, ésto no está pasando". Así hasta el 11-M. Desgraciadamente para el PP –y afortunadamente para todos los demás-, los españoles somos unos descreídos. Tendemos genéticamente a desconfiar del Poder y en los momentos de crisis no buscamos un líder porque todos y cada uno de nosotros llevamos un líder dentro.

23 octubre 2004

1975-1978

"Que vivas tiempos interesantes". He leído en algún sitio que esa es la peor maldición que te puede echar un oriental. La verdad es que aquellos fueron años transcendentales para la Historia y muy aburridos para mí. Empecé la carrera de Económicas un mes antes de la muerte de Franco y ese primer trimestre apenas hubo clases. Después de haber vivido la experiencia del instituto, la universidad me reservaba grandes decepciones. El nivel de la gente era penoso, sus únicos intereses parecían ser el fútbol y las partidas de mus en el bar de la facultad. Luego estaba el grupito de los radicales, tan progres tan progres que no se mezclaban con la gente normal. Y los pijos, que ya entonces esquiaban en los Alpes. Los primeros acabaron siendo altos cargos directivos de compañías multinacionales, los segundos se engancharon en la coca y en cosas peores durante los ochenta y ahora viven en la calle.

Todos mis amigos habían elegido otras carreras –filosofía o derecho la mayoría- y se fueron alejando: se echaban novias o salían con los de sus facultades. Así que me quedé bastante sólo y aburrido. Me encerraba en mi habitación tardes enteras para estudiar y lo único que conseguía era divagar. Inventaba logotipos, escribía guiones de películas, fantaseaba historias imposibles.

Todos los días tomaba el tren de cercanías en la estación de Recoletos para llegar a la Autónoma. Con el tiempo, tenía un catálogo de caras conocidas entre mis compañeros de trayecto. Había un chico de mi clase que me parecía muy guapo y que pensaba podía ser ligable. Era muy amigo de otro tipo que parecía el repelente niño Vicente. Una tarde, al regresar a casa en el tren se me dirige el niño Vicente y empezamos a hablar. Muy simpático y tal. Yo encantado con la posibilidad que se me abría de conocer al otro. De repente, sin venir a cuento, Vicentito me suelta: "me gustaría preguntarte una cosa que quizá te moleste". Embargado por la emoción le aseguro que estoy abierto a cualquier cosa. Atención, pregunta: "...Tu, ¿tienes mucha devoción a la Virgen María?". Atónito, contesto con evasivas. Y él me abre su corazón de par en par: "Es que yo soy de la Obra..." Y me invita a unas novenas y a una conferencia en la Bolsa de Madrid. Juro que me lo pensé, tan grande era mi desesperación.

En el verano de 1977 hago mi primer viaje por Europa con mochila y billete inter-rail. París, Bruselas, Amsterdam, Londres y otra vez París. Con JP y Jesús, otro amigo del Ramiro con el que seguía teniendo contacto. Buenos chicos, tan formalitos que con ellos es imposible salirse de las rutas turísticas señaladas. Al volver, ya enfermo en el interminable trayecto Irún-Madrid, descubro que he agarrado el sarampión. Mes y medio de cuarentena que dedico a la lectura de La Montaña Mágica.

22 octubre 2004

COU - 1974-1975

Vuelvo al curso de 1974-75 en el Ramiro. Tenemos en la clase un panel de corcho donde clavamos fotos, avisos, etc... Y un poster a todo color de Lucecita, heroína de una radio-foto-novela de la época, enseñando cacha. Y otro de Pippi Langstrumpf. En mayo, decidimos celebrar el mes de la Virgen y salimos en procesión por los pasillos con el poster de Pippi, cantando el Ave María de Fátima. Un profesor de los más rancios nos descubre y, deteniéndonos, pregunta: ¿Pero esto, lo hacen ustedes por devoción? Contestamos que si. Y se lo cree, o así lo parece. Volvemos a clase cantando en sueco: "Aisen Aisenkin kibidibidi kosaiguenaisen..."

Recibimos la visita estelar del grupo multiétnico Viva la Gente, que actuará en el salón de Actos. Para los ensayos necesitan público y allí estamos todos, unos trescientos energúmenos, gritando y dando palmas. Alguien grita: "¡¡Mueran los yanquis!!" . Y aquello se convierte en una manifestación antiamericana. Los multiétnicos se retiran y somos expulsados al exterior, a la plazuela frente a la entrada principal del Instituto, que preside una estatua ecuestre del Caudillo. Aparecen varios botes de pintura roja, que van a parar a la cabeza del Invicto. Se disuelve la concentración antes de que aparezcan los grises.

Viaje de Fin de COU a Zaragoza, Barcelona y Mallorca. En Zaragoza, después de la visita cultural los del internado se escapan al Tubo a buscar putas. Descubro Barcelona. Una noche en las Ramblas alquilamos sillas a diez céntimos (céntimos de peseta) y nos sentamos a ver pasar la gente, a la altura del Liceo. Es como una película de Fellini: Travestones vestidos de faralaes, fulanas, una manifestación de obreros siderúrgicos, una procesión de la Virgen de Fátima, dos hombres jóvenes, cogidos de la mano, que se besan delante de todo el mundo. Gente de mil colores que contrasta con el Madrid de entonces, gris, pardo, uniforme. Volveré muchas veces.

Mi padre II

Mi padre murió en el verano de 1999, repentinamente y en la soledad de su casa. Yo estaba pasando unos días de vacaciones en Bélgica y me enteré al llegar. Fue incinerado y enterramos la urna en la tumba de mi madre y de mis abuelos maternos. El cura del cementerio rezó un responso, encomendándole a un Dios en el que nunca creyó. El sacerdote, que tenía una lista de nombres de difuntos anotada en un papel, se equivocó varias veces y en lugar del nombre de mi padre, Alfredo, pronunció Alberto o Antonio o Arturo. Así que seguramente el responso no fue válido. Mi padre se hubiera reído.

Mi Padre I

Continúo ahora la narración hablando de alguien importante, sin cuyo concurso mi vda no hubiera sido igual o, directamente, no hubiera sido. Hablo de mi padre. Es curioso, releyendo lo escrito me he dado cuenta de lo mucho que le debo y de lo mucho que en el fondo le admiro –a pesar del odio que en algunos momentos pude sertir por él, de la indiferencia que me inspiraba en los últimos años de su vida.

Mi padre nació en Bilbao en 1925, en el seno de una familia pudiente pero no mucho. Mi abuelo Alfredo, de rancio abolengo vizcaino, sentía pasión por estirpes y blasones y siguiendo la tradición de sus mayores, era carlista. Y un carlista significado, pues trabajaba para el jefe de ese partido en la ciudad menos tradicionalista del País Vasco. Los carlistas o carcas no podían ni ver a los monárquicos alfonsinos, sus antagonistas en las guerras del siglo XIX. Ni a los nacionalistas sabinianos, que habían surgido en torno al 1900 como una escisón del tradicionalismo. Ni a los liberales o guiris, todos masones. Ni mucho menos a los republicanos y socialistas, el diablo con cuernos y rabo. O sea, tenían un montón de amigos. En cuanto a mi abuela, alavesa de una pequeña aldea perdida en la montaña, aparece en las fotos que de ella se conservan como una mujer seria, guapa, de mucho carácter. Apenas conozco nada de ella pues murió cuando mi padre tenía 5 ó 6 años. Sus hermanas –mis tías abuelas Evarista, Gregoria y Carmen- fueron las que criaron a mi padre y a sus hermanos –Pacho y Carmen- en el difícil periodo transcurrido entre el fallecimiento de mi abuela y el final de la Guerra Civil.

Al poco tiempo de empezar aquella contienda, mi abuelo fue detenido y encarcelado por las autoridades del gobierno vasco en un barco-prisión y, pocos días antes de entrar los sublevados en la ciudad, fusilado y abandonado medio muerto debajo de una pila de cadáveres. Milagrosamente rescatado y alcanzada la victoria por los de su bando, se vino a vivir a Madrid, al barrio de Chamberí, donde su antiguo jefe había instalado las oficinas centrales de una empresa metalúrgica en la que le ofreció trabajo. Mi padre comenzó a estudiar en un colegio religioso y pronto empezaron los problemas: Acostumbrado a la libertad que en los años precedentes le habían proporcionado la ausencia del padre y un entorno familiar dominado por mujeres, no podía aceptar fácilmente la retornada autoridad paterna ni la estricta disciplina de los curas. Parece ser que, para colmo de males, sufrió el acoso sexual de algún viejo sacerdote de su colegio, situación que denunció a mi abuelo sin que éste le diera el más mínimo crédito.

Las peleas entre padre e hijo eran continuas y, con diecisiete años, mi padre se alistó en la División Azul. Su plan consistía en llegar al frente de Rusia para poder desertar y pasarse al bando soviético. Desgraciadamente, un amigo de mi abuelo llegó a ver el apellido familiar en las listas de reclutados y aquel viaje a las estepas nunca tuvo lugar. Para gran disgusto de mi padre, que consideró perdida toda esperanza e intentó el suicidio. Sin éxito, pues la cuerda de la que colgaba se rompió con el peso.

En los años posteriores, mi padre tentó a la vida de mil maneras. Siempre deseando huir, estudió para marino mercante, practicó el boxeo, cumplió un larguísimo servicio militar en Segovia, durante el cual contrajo la tuberculosis. Se pudo curar gracias al reciente invento de la penicilina (el doctor Fleming era uno de sus ídolos). Gran lector, gran aficionado a la pintura, devoraba libros adquiridos de tapadillo en las trastiendas de ciertas librerías o pasaba horas abstraído en las salas del Prado. Finalmente estudió perito mercantil y entró a trabajar en un banco. La dura realidad.

En torno a 1950, comoció a mi madre en unos bailes pijo-domingueros que se organizaban entonces en el campo de rugby de la Ciudad Universitaria. Mi madre, que tenía por entonces unos diecinueve años, era la hija menor de siete hermanos en una familia pequeño-burguesa del barrio de Salamanca. Esbelta, femenina, con un tipo espectacular y curiosos rasgos exóticos, llamó poderosamente la atención de mi padre. También ella se fijó en seguida en aquel joven de aspecto elegante, un poco a lo Gary Cooper. Comenzó un largo noviazgo, que sólo acabaría en boda (1957) cuando los hermanos mayores de la novia amenazaron con tomar serias represalias si no se producía en seguida el mencionado enlace. Y es que mi padre no creía en el matrimonio. La consecuencia –aparte de mi nacimiento, un año después, y del de mi hermana en 1964- fue una penosa convivencia de dos personas que se habían querido cuando eran libres.

Mi padre vivía amargado por su sometimiento a las reglas sociales, por unos hijos que nunca deseó (al menos en mi caso, como me confesaría en cierta ocasión), por una mujer que le ataba a una existencia muy alejada de aquella vida aventurera que había soñado en su adolescencia. Mi madre, que hubiera sido feliz junto a un hombre más convencional, perdió enseguida la frívola alegría de sus primeros años. Poco después de mi nacimiento, padeció una grave y rara enfermedad, acromegalia. Originada por un tumor en la hipófisis, produce un anormal crecimiento de manos y pies, modifica las facciones de la cara y, si no es tratada, conduce a la muerte. Afortunadamente, recibió un novedoso tratamiento de radioterapia –en aquella época muy peligroso por poco experimentado- que detuvo la expansión del tumor.

El hecho es que durante esa enfermedad, su tratamiento y su convalecencia, pasé a vivir con mi abuela materna y mis tías solteras, que me convirtieron en un niño monstruosamente mimado e hiperprotegido.

Vuelvo a centrarme en mi padre: Durante los años cincuenta, había desarrollado una cierta actividad subversiva. Simpatizante -si no miembro de pleno derecho- del partido comunista, se significaba en la subterránea oposición sindicalista al régimen de Franco, participando por ejemplo en la preparación de la fracasada Huelga General Revolucionaria de 1954. La invasión soviética de Hungría en 1956 y las purgas producidas en el partido en aquellas fechas le alejaron, sin embargo, de la disciplina estalinista. A partir de entonces, si bien seguía próximo al movimiento sindical de izquierdas, no lo hacía desde una posición de militancia.

En 1964, con motivo de la celebración de los XXV años de paz, el Invicto Caudillo decidió organizar un referéndum –en teoría para aprobar una de sus Leyes Fundamentales, en la práctica para dotar al Régimen de una cierta apariencia pseudodemocrática. Por supuesto, la única propaganda permitida era la que solicitaba el SI en aquella consulta. Un día, jugando en el vestíbulo de casa, se me cayó al suelo un jarrón. No se rompió, pero del interior surgieron panfletos y octavillas que pedian rotundamente el NO. Yo tenía cinco o seis años, pero ya me daba cuenta de que aquello era un poco irregular (Lola Flores y Raphael decían en la tele que había que votar SI).

Los amigos "rojos" de mi padre nos visitaban con cierta frecuencia. Recuerdo uno que me parecía guapísimo, supermoderno, y que le había regalado a mi padre una insignia –de las que se ponen en el ojal de la americana- con el símbolo de la paz (make love, not war). Era la época de la guerra de Vietnam y mi padre estaba radicalmente en contra de los yanquis. Compraba revistas francesas (Paris Match, de cuyas páginas me traducía algunos comics) y discos de rock en inglés.

Pero durante las Navidades de 1967 tuvo lugar un extraño suceso: Mi padre desapareció. Una tarde no regresó a casa. Yo veía en la tele "Ultimátum a la Tierra" y esperaba a mi padre para preguntarle cosas sobre la película. Pero no llegó esa noche, ni la siguiente. Recuerdo a mi madre asustada, llorando, telefoneando a unos y a otros e intentando localizarle. Finalmente apareció, un par de días después: estaba enfermo o al menos esa fue la explicación oficial de mi madre, que me mantuvo siempre al margen de lo que había pasado. Permaneció encerrado durante días en el dormitorio y al reaparecer, había experimentado algunos cambios.

Para empezar, había dejado de hablar con sus amigos. Que en algunos casos se convirtieron en enemigos. Luego empezaron las llamadas telefónicas amenazantes: no me dejaban contestar al teléfono. Un día, volvía del colegio cuando se me acercó un individuo: Aparentemente simpático, sabía quien era yo y quien era mi padre. Lo conté en casa y durante una temporada tuve que ser escoltado a cierta distancia por mi madre o alguna de mis tías. Por último, mi padre compró una pistola de aire comprimido, de perdigones, y los domingos hacíamos excursiones a la sierra y me enseñaba a disparar sobre una diana.

Durante el siguiente verano tuvo lugar la invasión de Checoslovaquia por fuerzas del Pacto de Varsovia, que terminaron de manera abrupta con el experimento liberalizador de Dubcek. Por primera vez, mi padre hablaba mal de los rusos. Pero la cosa no terminaba ahí: Ahora, los buenos eran los americanos, que llegaban a la Luna en 1969 contra los antiguos pronósticos paternos –siempre había dicho que serían los soviéticos lo primeros en alcanzar el satélite. Y Franco no era tan malo. Y se presentaba en las elecciones a consejero sindical –los consejos de administración en esa época contaban con representantes de los trabajadores- y las ganaba con las bendiciones de la empresa.

Unos años más tarde, mi padre nos propone una divertida excursión cultural a Toledo, en compañía de un amigo suyo. El individuo en cuestión era un fanático fascista de la peor calaña y el motivo del viaje, asistir a un homenaje al fundador de Falange Auténtica, un discípulo de Jose Antonio que cayó en desgracia ante el franquismo por sus opiniones demasiado radicales. Sufro un ataque de histeria y salgo del restaurante llorando de rabia y de odio contenido.

En el otoño de 1975, Franco ordenaba sus últimos fusilamientos. Arreciaba una campaña internacional en contra del Régimen y Marruecos organizaba su Marcha Verde sobre el Sahara. Como en ocasiones similares, el gobierno de Arias Navarro organiza una megamanifestación de adhesión al Caudillo en la Plaza de Oriente. Y allí en medio estoy yo, con mis padres y mi primo Rafa. Me mareo, siento naúseas y abandonamos la concentración ante la inminente vomitona.

Durante la transición a la democracia, mi padre se suscribe a la revista Fuerza Nueva. Fraga y los chicos de Alianza Popular le parecen demasiado tibios. Y la tarde del 23 de febrero de 1981, mi padre exclama al llegar a casa: "¡Al fin!..."

Unos meses después y ante nuevos rumores de sables, el gobierno de UCD convoca a los ciudadanos a mostrar en sus balcones una bandera con la frase "viva la Constitución". Mi hermana adolescente sale de compras con sus amigas, prepara la enseña patria con letras autoadhesivas y la coloca en la ventana de su cuarto, que da a la calle. A la mañana siguiente, mi padre baja a comprar tabaco, investiga los balcones y ventanas de la vecindad y... descubre la traición en su propia casa. La bronca a mi hermana es tremenda, pero peor es la que me espera a mi cuando regreso, ya de noche. ¡¡La culpa la tienes tu, que compras El País y envenenas a tu hermana con esas ideas!!

¿Cómo y porqué se había producido esta metamorfosis? Nunca lo sabré. Supongo que cuando se tienen ideas radicales y –por la circunstacia que sea- se abandonan, es más facil adoptar las ideas radicales opuestas, pues ambas funcionan como esquemas simplificadores de una realidad demasiado compleja para ser asumida.

18 octubre 2004

Debates

Cena de cumpleaños en casa de unos amigos. Cuatro antiguos compañeros de trabajo, sus parejas y N, amigo íntimo del matrimonio que ofrece el convite. Al comenzar los aperitivos, N pronuncia la palabra mágica: Zapatero. Nuestra anfitriona y cocinera, que ha preparado ricas viandas, ruega por favor que evitemos ese tema de conversación. Pero N insiste, picando, y rápidamente saltan 3 comensales a la greña política. Me callo por prudencia y por respeto a quienes me han invitado. Hasta que se aborda el tema del matrimonio homosexual y adopciones. Entonces, también yo levanto la voz. En unos minutos, somos nueve personas exaltadas dando gritos y profiriendo tópicos que responden a otros tópicos.

Habitual jornada de trabajo en la oficina. Tres mujeres de edad mediana y un servidor. De fondo, el sonido carraspeante de un transistor, pero no es Simplemente María. Es la Cope. Debe de estar hablando algún miembro del gobierno socialista porque de repente se elevan las voces sincronizadas de mis compañeras –como tres coléricas arpías- insultando al orador y repitiendo la consigna diaria que les marca "La Razón". Me callo.

¿Hemos perdido la cordura? ¿Somos tan incapaces de mantener una conversación civilizada razonando con argumentos nuestras posturas? ¿No es posible llegar a convencer al otro mediante la inteligencia y la razón? Pues no, porque hemos asimilado el estilo Tómbola en nuestras vidas cotidianas: El que más alto grita es el que dice la última palabra.

14 octubre 2004

Rocco y sus hermanos


Y no me refiero a la película de Visconti con Alain Delon como protagonista... Sino más bien al democristiano Rocco Buttiglione (Rocco Botellón), propuesto como comisario europeo de Justicia, Libertad y Seguridad en la ejecutiva comunitaria de Durao Barroso.

Afirma este señor que los homosexuales somos pecadores con derecho a según qué cosas, y que el papel de la mujer en la sociedad moderna es parir hijos y criarlos, en casa y con la pata quebrada, bien protegidas por el macho dominante. Lo que me sorprende del caso Rocco no son sus opiniones –después de todo estamos acostumbrados a soportar contínuamente estas estupideces en nuestro entorno cotidiano-, sino el alegre descaro con que las manifiesta en un determinado contexto: las instituciones europeas, tan pulcras ellas.

Durante muchos años, era inconcebible escuchar desde tan altas cátedras declaraciones tan inequívocamente machistas y homófobas. Seguramente muchos euro-altos-funcionarios han tenido y tienen estos mismos prejuicios. Pero nunca se hubieran atrevido a confesarlos en una rueda de prensa. Y menos cuando está en juego su próximo ascenso a un puesto tan relevante y bien remunerado.

Desde mediados de los ochenta, venimos asistiendo a un proceso de vampirización de los partidos de centro-derecha por ideólogos de la línea dura. La extrema derecha se ha desintegrado y ha sido asimilada por las "democracias cristianas" o "populares" o "conservadores" o "republicanos" del mundo entero. Que han absorbido genuinos genes fascistas, mutando en organizaciones bastante agresivas. Y peligrosas.

05 octubre 2004

... Y sigue...

Comenzaba el nuevo curso (1974-75) y debía hacer una elección: Había 10 grupos distintos de COU según contuvieran asignaturas enfocadas a una u otra carrera universitaria. Yo no tenía nada claro este punto. Desde años atrás me gustaban la arquitectura y el mundo audiovisual, pero mi padre, que sufría una intensa vocación por la banca a raíz de su experiencia laboral, me aconsejaba Económicas, una carrera "con muchas salidas" y con "matemáticas sencillitas". Las mates, en efecto, se me daban fatal, grave defecto a la hora de estudiar un carrerón como Arquitectura. Lo del cine y la tele parecía un reducto para locos bohemios o enchufados de TVE. Así que tomé una decisión: Aplazaría cualquier decisión durante un año más, apuntándome ese curso en el COU más ambiguo, con asignaturas de Economía, Filosofía, Sociología e Historia Contemporánea. A largo plazo aquello fue un desastre, pues acabaría en la facultad de Ciencias Económicas sin saber lo que era una derivada. Pero ese curso de COU figura en mi recuerdo con letras doradas.

El caso es que en aquella clase nos habíamos juntado los elementos más infrecuentes del instituto. Había de todo: Desde el hijo pijísimo de un diplomático hasta un chico de clase obrera con carnet de la Joven Guardia Roja, pasando por el moderno bilingüe que había estado en Londres y había visto Jesucristo Superstar (el musical). Ya conocía a algunos de ellos, pero el verdadero descubrimiento sería un individuo que venía a clase en mi autobús. Alto, atlético, de extraños rasgos orientales –que no sé de dónde procedían, porque se apellidaba Pérez- era un tipo encantador con el que desde un primer momento conecté. Pertenecía a una familia numerosa de clase media y su padre era profesor universitario. Le encantaban el cine y la literatura. Para mi forma de pensar de aquel entonces, tenía dos defectos:

1.- Era rojo, muy rojo, comunista perdido; Yo, por el contrario, me debatía entre una tradición familiar claramente franquista y mis propias apreciaciones, como homosexual consciente que rechazaba los aspectos represores del Régimen y buscaba en el liberalismo una personal tabla de salvación. Y además estaba el misterioso pasado de mi padre como miembro del Partido en la clandestinidad de los años 50. Ya lo contaré más adelante.

2.- Era hétero, muy hétero, machirulo perdido. Se le caía la baba cuando miraba a las tías por la calle. Era puro sexo, pero no había nada que hacer con él.

Sin embargo, todo esto le confería un mayor atractivo. Fuimos amigos desde el primer día de clase y todavía hoy tengo contacto. Como nuestras casas no quedaban lejos una de la otra, todos los días volvíamos andando desde el instituto, con eternas discusiones sobre cualquier tema. Me convertí en un experto discutidor, hasta el punto de que podría ganarme la vida como tertuliano de la radio.

Tenía otros amigos. El más importante por su influencia en años posteriores sería sin duda JP. Bajito, reservado, inteligente, guapete, provenía de una familia extrañamente anticuada. Su padre, inválido, trabajaba en la ONCE y su madre era como una estampita de los años 40. JP hablaba a veces como una radionovela e imitaba con gran fidelidad a los locutores del No-Do: "...A continuación, el ministro y sus acompañantes pasaron al interior del recinto ferial, donde fueron cumplimentados por altas personalidades provinciales y locales..." Amaba el cine y fue con él con quien recuerdo haber visto casi todos los estrenos de aquella época.

04 octubre 2004

,,,Y sigue...

Para llegar al Ramiro, cogía todos los días el autobús Circular en la parada de la calle Narváez. Eran autobuses azules, con tres puertas: te subías por la parte de atrás, donde había una plataforma sin asientos donde se apretujaba la gente mientras se hacía sitio en la zona delantera. Entonces pagabas al cobrador –cuya garita separaba la plataforma de la zona de asientos- y adelantabas poco a poco. Pillar un asiento era casí imposible y para cuando llegabas al centro ya estabas en tu parada de destino. El caso es que en alguno de aquellos tumultos un chico de mi edad había aprovechado para meterme mano al paquete. Aquello me había excitado muchísimo y desde entonces esperaba con ansiedad que volviéramos a coincidir en el mismo autobús para colocarme a su lado y magrear, cosa que ocurría con escasa frecuencia. Cuando eso sucedía, al bajarme en Joaquín Costa, frente al edificio del No-Do, él seguía en el autobús. Creo que estudiaba en el colegio Maravillas, porque era el más importante de los situados a poca distancia en aquella dirección. Soñaba con reunir el valor suficiente para hablarle, para poner en palabras aquello que sólo con las manos tontas podíamos expresar. Pero era muy cobarde.
Terminó el curso (mayo de 1974) y me presenté a la reválida de sexto. Aquél año había dejado de ser obligatoria, pero decían que subía nota para el nuevo examen de selectividad. Obtuve notas mediocres en las asignaturas de ciencias, pero bastante brillantes en asignaturas comunes: Historia, Lengua, Literatura...
Fue un verano aburrido, con la única novedad de haber pasado unos desastrosos días de vacaciones con mis padres en Segur de Calafell, provincia de Tarragona. Hicimos una excursión a Barcelona, que yo no conocía y que mi madre detestaba por la escasez de cafeterías. Ella era fanática de California 47 y le daba algo si a media tarde no se tomaba un café con leche y un bollo. Recuerdo que aquella vez entramos a un local bastante aparente del Paseo de Gracia y preguntó qué tenían de bollería. La camarera le dio varias opciones: croissant, brioche... Mi madre pidió brioche, relamiéndose de gusto al pensar en la rica porción de esponjosidad con pasas a la que estaba acostumbrada en Madrid. Cuando le pusieron delante un suizo, le cambió el color. Reclamó a la camarera el brioche que había pedido. La pobre chica no entendía nada, ella le había puesto un brioche...
¡Esto es un suizo! –bramaba mi madre.
¡un suizo es un helado con café! –le contestaba la otra
¡Eso es un blanco y negro! –mi madre
¡Un blanco y negro es un entrepá de longaniza –la camarera
Por primera vez en mi vida fui consciente de la rica diversidad cultural de las Españas...

03 octubre 2004

Continúa...

La dirección espiritual del Ramiro corría a cargo del padre Mindán "el Cuervo", viejo sacerdote opusdeísta, astuto pero poco conectado con la realidad. Cada pocos meses nos programaba la visita de algún grupo integrista especializado en adoctrinar a los jóvenes educandos. En cierta ocasión se presentaron en mi clase unos curitas misioneros. Empezaron proyectando filminas de jirafas en África pero pronto se centraron en su verdadero objetivo: mostrarnos la cruda realidad Kodakolor de las enfermedades venéreas en estado avanzado. Cuando ya estábamos a punto de echar la pota, apagaron el proyector y despacharon su discurso: Para mi sorpresa, no tenía nada que ver con la sífilis, sino con la masturbación, ese feo vicio que debilita las meninges provocando terribles enfermedades, la ceguera y en ocasiones la muerte. Naturalmente, la reacción de la clase fue de puro cachondeo: Todos estábamos ciegos.

Y yo más ciego que ninguno, seguía salidísimo y sin ninguna oportunidad de encontrar un primer amor, con lo bonito que hubiera sido. No es que yo fuera un Adonis, pero era guapito de cara, había crecido mucho –un poco demasiado- y ya no era el niño gordito de los catorce años. Y sexo en el instituto había a puñados, siempre de tapadillo pero bastante explosivo. Pero yo seguía en la inopia, evitando cualquier situación que pudiera poner en entredicho mi buena fama. Cada vez que estaba a punto de lanzarme a la orgía, siempre surgía algún pequeño escándalo que evidenciaba el peligro de ser descubierto in fraganti como maricón vocacional.
Porque a esas edades, en colegios e institutos que raramente eran mixtos, sin apenas contacto con el sexo opuesto y con mucha tensión hormonal en el ambiente, los juegos eróticos eventuales entre chicos eran muy frecuentes. Pero si te descubrían... estabas perdido, estigmatizado para siempre jamás.

Por lo demás, las clases de Religión eran bastante light. Las daba un cura progre, de los de jersey gris de ochos con cuello vuelto y cremallera. Con más pluma que el sombrero de María Jiménez, intentaba reconducir nuestra catequesis en el sentido de la ultimísima moda vaticana. La consigna, el lema repetido una y otra vez era "Dios es Amor". A buenas horas. O sea, que desde nuestra más tierna infancia se nos había intentado transmitir el temor a un Dios justiciero y vengativo, Señor de los Ejércitos, que premiaba a los buenos y castigaba (con terribles tormentos) a los malos... ¿Y ahora nos venían con esa mariconada del Amor? No colaba.

Continúa...


Me matriculé para el siguiente curso en el Instituto Nacional Ramiro de Maeztu. Mis padres estaban encantados con el cambio pues el Ramiro gozaba de gran prestigio y era casi gratuito. Debo aclarar que no éramos precisamente ricos. Aquel verano cumplí quince años y fue el último que pasé con mi familia en Gandía. Me hartaba de mirar cuerpos en la playa, pero mi legendaria timidez y falta de recursos para el ligue hacía imposible todo contacto físico o tan siquiera verbal con otros chicos. Al empezar el nuevo curso 1973-74 yo estaba salido como una mona, mis hormonas en plena ebullición, había intensa afloración de espinillas y gran gasto en Clearasil.
El Ramiro era un lujo oriental en comparación con el colegio. Con ocho o diez clases por curso, salón de actos con cine-club, polideportivos varios, profesores competentes –muchos de ellos jóvenes- y un alumnado muy distinto al que yo conocía hasta entonces. La mayoría de mis compañeros eran chicos brillantes de familias de clase media y obrera.
Una mañana, pocos días antes del comienzo de las vacaciones de Navidad, la señora Echeveste, profesora de inglés, llegó alteradísima: habían asesinado a Carrero Blanco al salir de misa en los jesuítas de Serrano, a escasa distancia del instituto. Inmediátamente se desató un debate político que jamás hubiera imaginado en el colegio. La ideología oficial del Ramiro era la del franquismo, pero soterrádamente fluían las aguas de la Institución Libre de Enseñanza, que había ocupado aquellos terrenos antes de la guerra y en la que habían estudiado algunos de los profesores más antiguos.
Al principio, la relación con mis compañeros era casi nula. Estudiaba como un bestia, pero el nivel académico era muy alto y yo no tenía la preparación necesaria de cursos anteriores. En los primeros exámenes obtuve sendos suspensos en matemáticas y en física. Pero me encantaban las asignaturas de Literatura e Historia del Arte. En esto influía poderosamente la personalidad de los profesores que las impartían. La señora Blanco, de Literatura, era una mujerona joven, algo entradita en carnes pero atractiva, que amaba su profesión y te transmitía el gusto por la lectura, relatándote las grandes obras como si fueran películas. Además, disfutaba cotilleando la vida privada de sus autores. Adoraba la literatura mariquita de todos los tiempos y ella misma era lo que ahora se llamaría una fag-hag o mariliendres. Creo que me enamoré –platónicamente- de ella el día que nos habló de la muy probable homosexualidad de Shakespeare.
Mi otro amor, no tan platónico pero sin correspondencia posible, era el profesor de Historia del Arte. Joven, atlético, elegante sin corbata en sus americanas de tweed, nos daba clase en una sala de reuniones con proyector de diapositivas. En penumbra, su voz masculina y aterciopelada nos describía curvas praxitélicas y catedrales góticas, los azules de Fra Angélico, los rosados de Piero Della Francesca. Cuando aún no había terminado el curso nos abandonó para trabajar en un banco. Jamás se lo perdonaré, ni a él ni a la banca.
El caso es que algunos pequeños éxitos intelectuales en estas materias me proporcionaron una cierta aureola de chico culto, discreto y liberal. Esa incipiente e inesperada popularidad me proporcionó la compañía de un selecto grupo de amiguetes, gente bastante peculiar que disfrutaba más con interminables –a veces surrealistas- discusiones sobre filosofía o política que con las cosas que normalmente interesaban a los mortales de nuestra edad (tetas y fútbol). En los recreos nos sentábamos alrededor de las canchas de baloncesto, mirando a los hermosos adolescentes que exhibían sus torsos desnudos al sol de invierno. O dábamos paseos hasta la contigua Residencia de Estudiantes, evocando los fantasmas de Buñuel, Lorca y Dalí que aún deambulaban entre las rosaledas.

02 octubre 2004

Sigue aquí el relato de mis años mozos

En aquella época no había internet. Si se lo contabas a tus padres, lo mejor que podía pasar era que te enviasen al psiquiatra; y no podía confiar en ningún amigo porque lo más probable era que me dejara de hablar (peligro de contaminación). Por supuesto nunca se me ocurrió acudir al famoso confesor de los kostkitas, era notoria su inclinación por los imberbes y yo no estaba por ESA labor. Así que me sumergí en la lectura: en el fondo de un armario de casa se escondía la otra biblioteca de mi padre. Mucho libro "rojo" (Miguel Hernández, Jean Paul Sartre, Neruda...) y alguno "rosa" (Henry Miller, Sade, una novelita erótica hippie llamada "Candy" a imitación del Cándido de Voltaire, el Satiricón de Petronio, con su intenso recorrido por toda la geografía del sexo greco-latino). Entre estos últimos había una joya: "Psicología del Erotismo", escrita por autores americanos de la corriente más liberal. De un modo bastante didáctico deshacían en pedazos 4.000 años de tópicos represivos judeo-cristianos. La masturbación era sanísima y las conductas homosexuales y bisexuales, lo más normal del mundo. Lo verdaderamente malo era la inhibición de tus instintos eróticos.
Luego estaba confirmado, el error no estaba en mis gustos sino en la doctrina moral de la Iglesia. A partir de esas lecturas, mi fé se derrumbó y con ella, mi dedicación a los estudios. Seguía oficiando de monaguillo en la misa de los miércoles, asistía como siempre a la misa de los viernes en Maldonado 1, acompañaba a mi madre a la misa dominical, pero empecé a aborrecer todo aquello. Para colmo, ese año, mi odiado profesor de Gimnasia, un chulito falangista con bigote leather y gafas Ray-Ban, asumió también la clase de FEN, Formación del Espíritu Nacional. Rodeado de sus cachitas favoritos, se complacía en atormentar sádicamente a los que, por torpeza, constitución física o falta de entrenamiento, no lográbamos saltar el potro ni subir diez metros de cuerda. Odiaba al colegio, odiaba a los profesores y a mis compañeros, era injusto que un genio como yo tuviera que soportar tanta estupidez, tanta vejación. Mis notas empezaron a caer en picado, para sorpresa y desconsuelo familiar.
Entretanto, la situación de indisciplina en el colegio se hacía evidente día a día. Los castigos físicos y psicológicos que hasta entonces habían funcionado para mantener el orden ya no eran efectivos, porque a ver quien era el guapo de los profesores que se enfrentaba con unos maromos de uno noventa cuyos padres habían soltado una pasta gansa para que aprobaran a sus niños. Recuerdo un episodio especialmente chusco: Una tarde el profesor de Dibujo Técnico, un simpático y atolondrado anciano, tuvo que salir por patas del aula ante la avalancha de papeles, tizas y escupitajos arrojados sobre su persona. Al rato, se presentaron las fuerzas vivas: Don Javier, profesor de Latín y Griego - el doctor Goebbels de aquella santa casa, sádico, inteligente, amarillento de bilis y nicotina-, y el Führer en persona, Don Benito, propietario y director del colegio. Ante aquella aparición estelar, el alumnado se tranquilizó un poco y Don Benito aprovechó para soltar su discurso. Con el furor de un Moisés bajando del Sinaí, nos habló de la total carencia de valores en los chicos de nuestra generación. Con un estilo muy Kipling, nos informó de que Si... no cambiábamos de actitud ante la vida, seríamos siempre unas nenazas. Hasta ahí tenía cierta razón. Pero lo fundamental para él era la longitud de nuestros cabellos, origen de todos los vicios juveniles. Y nos reprochaba un excesivo interés por la ropa de moda. Al fin y al cabo, él había luchado en la batalla del Ebro, a veinte grados bajo cero, con la única protección de una camiseta de felpa. Así pues, el ejemplo a seguir era el de una generación de machos de verdad –mitad monjes, mitad soldados- que mataba rojos por los descampados en camiseta. Era patético.
Tras informar de éste y otros episodios parecidos en mi casa, y ante la preocupación de mis padres por el declive de mi rendimiento escolar, decidieron cambiarme de colegio.