03 octubre 2004

Continúa...


Me matriculé para el siguiente curso en el Instituto Nacional Ramiro de Maeztu. Mis padres estaban encantados con el cambio pues el Ramiro gozaba de gran prestigio y era casi gratuito. Debo aclarar que no éramos precisamente ricos. Aquel verano cumplí quince años y fue el último que pasé con mi familia en Gandía. Me hartaba de mirar cuerpos en la playa, pero mi legendaria timidez y falta de recursos para el ligue hacía imposible todo contacto físico o tan siquiera verbal con otros chicos. Al empezar el nuevo curso 1973-74 yo estaba salido como una mona, mis hormonas en plena ebullición, había intensa afloración de espinillas y gran gasto en Clearasil.
El Ramiro era un lujo oriental en comparación con el colegio. Con ocho o diez clases por curso, salón de actos con cine-club, polideportivos varios, profesores competentes –muchos de ellos jóvenes- y un alumnado muy distinto al que yo conocía hasta entonces. La mayoría de mis compañeros eran chicos brillantes de familias de clase media y obrera.
Una mañana, pocos días antes del comienzo de las vacaciones de Navidad, la señora Echeveste, profesora de inglés, llegó alteradísima: habían asesinado a Carrero Blanco al salir de misa en los jesuítas de Serrano, a escasa distancia del instituto. Inmediátamente se desató un debate político que jamás hubiera imaginado en el colegio. La ideología oficial del Ramiro era la del franquismo, pero soterrádamente fluían las aguas de la Institución Libre de Enseñanza, que había ocupado aquellos terrenos antes de la guerra y en la que habían estudiado algunos de los profesores más antiguos.
Al principio, la relación con mis compañeros era casi nula. Estudiaba como un bestia, pero el nivel académico era muy alto y yo no tenía la preparación necesaria de cursos anteriores. En los primeros exámenes obtuve sendos suspensos en matemáticas y en física. Pero me encantaban las asignaturas de Literatura e Historia del Arte. En esto influía poderosamente la personalidad de los profesores que las impartían. La señora Blanco, de Literatura, era una mujerona joven, algo entradita en carnes pero atractiva, que amaba su profesión y te transmitía el gusto por la lectura, relatándote las grandes obras como si fueran películas. Además, disfutaba cotilleando la vida privada de sus autores. Adoraba la literatura mariquita de todos los tiempos y ella misma era lo que ahora se llamaría una fag-hag o mariliendres. Creo que me enamoré –platónicamente- de ella el día que nos habló de la muy probable homosexualidad de Shakespeare.
Mi otro amor, no tan platónico pero sin correspondencia posible, era el profesor de Historia del Arte. Joven, atlético, elegante sin corbata en sus americanas de tweed, nos daba clase en una sala de reuniones con proyector de diapositivas. En penumbra, su voz masculina y aterciopelada nos describía curvas praxitélicas y catedrales góticas, los azules de Fra Angélico, los rosados de Piero Della Francesca. Cuando aún no había terminado el curso nos abandonó para trabajar en un banco. Jamás se lo perdonaré, ni a él ni a la banca.
El caso es que algunos pequeños éxitos intelectuales en estas materias me proporcionaron una cierta aureola de chico culto, discreto y liberal. Esa incipiente e inesperada popularidad me proporcionó la compañía de un selecto grupo de amiguetes, gente bastante peculiar que disfrutaba más con interminables –a veces surrealistas- discusiones sobre filosofía o política que con las cosas que normalmente interesaban a los mortales de nuestra edad (tetas y fútbol). En los recreos nos sentábamos alrededor de las canchas de baloncesto, mirando a los hermosos adolescentes que exhibían sus torsos desnudos al sol de invierno. O dábamos paseos hasta la contigua Residencia de Estudiantes, evocando los fantasmas de Buñuel, Lorca y Dalí que aún deambulaban entre las rosaledas.

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