04 octubre 2004

,,,Y sigue...

Para llegar al Ramiro, cogía todos los días el autobús Circular en la parada de la calle Narváez. Eran autobuses azules, con tres puertas: te subías por la parte de atrás, donde había una plataforma sin asientos donde se apretujaba la gente mientras se hacía sitio en la zona delantera. Entonces pagabas al cobrador –cuya garita separaba la plataforma de la zona de asientos- y adelantabas poco a poco. Pillar un asiento era casí imposible y para cuando llegabas al centro ya estabas en tu parada de destino. El caso es que en alguno de aquellos tumultos un chico de mi edad había aprovechado para meterme mano al paquete. Aquello me había excitado muchísimo y desde entonces esperaba con ansiedad que volviéramos a coincidir en el mismo autobús para colocarme a su lado y magrear, cosa que ocurría con escasa frecuencia. Cuando eso sucedía, al bajarme en Joaquín Costa, frente al edificio del No-Do, él seguía en el autobús. Creo que estudiaba en el colegio Maravillas, porque era el más importante de los situados a poca distancia en aquella dirección. Soñaba con reunir el valor suficiente para hablarle, para poner en palabras aquello que sólo con las manos tontas podíamos expresar. Pero era muy cobarde.
Terminó el curso (mayo de 1974) y me presenté a la reválida de sexto. Aquél año había dejado de ser obligatoria, pero decían que subía nota para el nuevo examen de selectividad. Obtuve notas mediocres en las asignaturas de ciencias, pero bastante brillantes en asignaturas comunes: Historia, Lengua, Literatura...
Fue un verano aburrido, con la única novedad de haber pasado unos desastrosos días de vacaciones con mis padres en Segur de Calafell, provincia de Tarragona. Hicimos una excursión a Barcelona, que yo no conocía y que mi madre detestaba por la escasez de cafeterías. Ella era fanática de California 47 y le daba algo si a media tarde no se tomaba un café con leche y un bollo. Recuerdo que aquella vez entramos a un local bastante aparente del Paseo de Gracia y preguntó qué tenían de bollería. La camarera le dio varias opciones: croissant, brioche... Mi madre pidió brioche, relamiéndose de gusto al pensar en la rica porción de esponjosidad con pasas a la que estaba acostumbrada en Madrid. Cuando le pusieron delante un suizo, le cambió el color. Reclamó a la camarera el brioche que había pedido. La pobre chica no entendía nada, ella le había puesto un brioche...
¡Esto es un suizo! –bramaba mi madre.
¡un suizo es un helado con café! –le contestaba la otra
¡Eso es un blanco y negro! –mi madre
¡Un blanco y negro es un entrepá de longaniza –la camarera
Por primera vez en mi vida fui consciente de la rica diversidad cultural de las Españas...

No hay comentarios: