14 febrero 2005

La Patria. Enero-Febrero 1982

Llegamos al campamento. Nos distribuyen en compañías y nos numeran. Por azar, me toca ser el número uno de la compañía 33, el uno de la treintaytres. Parece muy gracioso, pero resulta ser un incordio, porque con mi estatura –que automáticamente me adjudica un lugar en la primera fila de las formaciones- y ese número, todo el mundo me conoce y es imposible escaquearse.

Los chicos que he conocido en el tren serán mis amigos durante las siguientes semanas, pero luego perderé el contacto con ellos, pues son destinados a diferentes ciudades. Una lástima.

Aprendo el significado de la palabra "escaqueo". Aprendo a desfilar marcando el paso, llevando el ritmo, como en una peli de Busby Berkeley. Aprendo el correcto uso del uniforme y los nombres de las prendas que lo componen: Trinchas, braga, chupita, tres cuartos, uniforme de bonito, de granito, kaki y verde-otan. Aprendo las distintas graduaciones y escalas de mando del ejército con sus galones y distintivos. Aprendo el significado de las siglas CETME (yo creía que era algo así como la marca ACME). Aprendo que estamos allí para salvar a la Patria del "enemigo". Todo es puro surrealismo.

Cada viernes, salen unas listas con los nombres de los que disfrutarán de un permiso de fin de semana. Me doy cuenta de que soy un privilegiado: mi dinero me permite pagar esos traslados, mientras que muchos chicos se quedan en aquella cochambre simplemente porque no pueden costearse el autocar. Sin hablar de los isleños, siempre ateridos de frío y tan lejos de sus casas.

Cae una terrible nevada, los termómetros alcanzan los 12 bajo cero, las cañerías se congelan, la calefacción no existe y las ventanas de los barracones están rotas. Duermo con el jersey azul de mi tía Angela puesto, pero agarro una gripe considerable.

Nos llevan a prácticas de tiro. Primero lanzamos granadas. Cuando me llega el turno, la granada cae tan cerca que todo el mundo se arroja al suelo. Bronca del oficial: "¿Es que en tu pueblo nunca vas a tirar piedras?" Intento explicar que en el centro de Madrid no es fácil ese tipo de actividades lúdicas. Luego viene el tiro con el fusil de asalto cetme. Eso no se me da mal, pero nadie me advierte de que debo abrir la boca al disparar y al primer tiro siento un terrible dolor en el oído y un pitido que no desaparece en una semana. De resultas de ésto, pierdo permanentemente el 80% de la capacidad auditiva en el oído izquierdo.

Pero no digo nada, porque la jura de bandera está cercana y si declaras alguna enfermedad no juras bandera hasta el siguiente turno, lo que supone alargar la mili un mes.
Y por fin llega el gran día. Todo lo que hemos hecho durante esos 40 días ha tenido un objetivo: Sincronización perfecta de masas en movimiento para proporcionar un bello espectáculo a las autoridades y pueblo llano en la Jura de Bandera. Mi familia ha intentado buscarme algún enchufe para el destino post-campamento –que será Salamanca-, pero no tenemos mucho contacto con militares y lo más que han conseguido son unas entradas vip para el Acto. Vienen a verme mis padres, mi hermana y mi tía Carmen, la hermana de mi padre.

El show concluye con un inflamado discurso del coronel al mando del CIR, en el que apela a los soldados a defender a nuestras madres y hermanas (del enemigo) y solicita a éstas la procreación de muchos hijos que defiendan la Patria. Mi hermana, que atraviesa una fase feminista radical, suelta tantos bufidos y exabruptos que es reconvenida por el público vip (mayormente militares y sus familias). Cuando acaba todo, me reúno con mi familia y esta vez mi padre se porta: esa noche dormimos en León, en el hostal de San Marcos. Me doy un baño de dos horas en la bañera de mármol. Poderío.

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