18 febrero 2005

Salamanca, marzo 1982


Hace un frío de muerte cuando un desvencijado autocar me deposita en los alrededores de la plaza de toros. Son las seis de la mañana y hasta las diez no debo presentarme en el cuartel. Así que me encamino al centro de la ciudad buscando un bar. Me siento ridículo, vestido con el uniforme de paseo que me queda pequeño y cargado con treinta kilos de petate. No hay un puñetero bar abierto en toda Salamanca. De pronto, desemboco en la Plaza Mayor. Desierta. Excepto un fotógrafo, en el centro mismo del cuadrilátero, con su trípode y su cámara. Me parece una escena surralista, un poco como un cuadro de De Chirico.

A las diez me presento en el acuartelamiento "El Charro". Se trata de un feo conjunto de edificios grisáceos de estilo indeterminado al final de una de las mayores avenidas del ensanche. La Compañía de Sanidad, incluída en el Grupo Logístico, comparte barracón con la unidad de Intendencia. El sistema de incorporar soldados de 4 llamamientos distintos a lo largo del año tiene un efecto perverso: el orden jerárquico entre "bisabuelos", "abuelos", "padres" y "chivos", según la antigüedad en la incorporación a filas. Ahora yo soy un "puto chivo" y debo sufrir las novatadas que gastan los "bisas", sabiendo que dentro de unos meses podré vengarme en las carnes de mis chivos.

Los putos chivos entramos al despacho del Teniente Rico. Nos pide una sucinta autopresentación. Frente a mí, un chico muy alto, algo rellenito, moreno, con grandes ojos expresivos. Habla con fuerte acento catalán: "Me llamo Xavier, soy de un pueblo de Lérida y trabajo como técnico de máquinas de inyección de plástico". Es mi chico. Será mi amigote del alma durante 13 meses, una relación sin sexo pero casi matrimonial.

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