23 diciembre 2006

El Gabinete de Felipe II. (Uno)


El título de este post no tiene nada que ver con el Escorial ni con la vida del rey más antipático de nuestra historia. Por alguna razón que se me escapa, en mi familia se denominaba a las casas de los parientes más allegados –y a la nuestra propia- por el nombre de la calle en donde estaban ubicadas. Así, la casa de mi abuelo paterno era “Viriato”, nuestro quinto piso interior, “Duque de Sesto”, y la casa más importante de todas, la de mi abuela materna, se denominaba simplemente “Felipe II”.

Era un primer piso en uno de los cuatro edificios de viviendas que sobreviven en torno al Corte Inglés de Goya, monstruo comercial que a lo largo de los años ha ido absorbiendo sin piedad todo lo que le rodea en un maelstrom consumista y hortera. Cuando mis abuelos se instalaron allí, en 1932, aquello era casi el fin de la ciudad, una amplia avenida en el descampado que llevaba a la antigua plaza de toros, donde ahora está el Palacio de los Deportes. De hecho, la calle se había llamado “Avenida de la Plaza de Toros” antes del traslado del coso taurino a Las Ventas. El recién inaugurado régimen republicano había rebautizado la calle como “Avenida de Francisco Ferrer”, homenajeando al mártir anarquista de la Escuela Moderna. Tras la Guerra, la autoridad competente decidió eliminar cualquier referencia al ácrata y la Avenida pasó a ser propiedad de Don Felipe II, personaje mucho más acorde con el espíritu imperial de aquel entonces.

En cualquier caso, entre cuatro y cinco generaciones de mi familia pasaron por allí durante más de setenta años. Aquella casa fue su Cuartel General, su Museo, su Palacio de Congresos y Exposiciones. Allí murió mi bisabuelo, Don José, un cazurro riojano que –ya gravemente enfermo de cáncer- quería bajar a la calle a pegar con su garrote a la Pasionaria cuando escuchaba pasar una manifestación al grito de “¡Hijos Si, Maridos No!”. Allí vivieron mis abuelos Rafael y María, mis tías abuelas, mi madre y mis tíos, allí viví yo durante largas temporadas, allí nos juntábamos 14 primos jugando con el comediscos en los primeros años setenta, allí daba sus primeros pasos mi sobrina Carmen cuando el siglo XX llegaba a su término.

11 diciembre 2006

El matorral de los fantasmas

Iba a escribir el clásico post sobre Pinochet, pero no. Ya hay demasiada gente que lo ha escrito, y está todo dicho. (Roberto, chato, si estás vivo en alguna parte entre Miami y Tierra de Fuego, enhorabuena).

Así que voy a hablar de un disco que compré hace 25 años, en la primitiva tienda de Madrid Rock, en la calle San Martín. Se llama My Life in the Bush of Ghosts y es, sencillamente, profético.

Por aquel entonces yo era fan de David Bowie y, como tal, sabía quien era Brian Eno, la locaza calvorota que tocaba los sintetizadores en los primeros discos de Roxy Music, la mano maestra que se escondía tras los oscuros sonidos de Low y de Heroes (ambos editados en 1977, etapa berlinesa de Bowie). Por otra parte, acababa de descubrir un grupito nuevo americano. Un video visto en Aplauso de Once in a lifetime me había abierto los ojos: Los Talking Heads eran lo más moderno del universo, su Remain in Light, mi disco de cabecera y David Byrne, el número uno de mi santoral.

Así que Eno + Byrne en la portada de aquel vinilo me pareció el colmo de lo cool (entonces no decíamos cool, pero esa era la idea) y me lo compré corriendo. Al llegar a casa y escucharlo me enteré en realidad de que iba la cosa: Religión. Fanatismo. Fundamentalismo religioso. David y Brian se había limitado a poner ritmos y efectos sonoros a grabaciones previas. Radio-oyentes indignados, políticos ultraconservadores, telepredicadores evangélicos, unos argelinos recitando el Corán, un exorcismo en directo, una cantante libanesa... El efecto era estremecedor. Y bailable. Juro por mis muertos que he bailado Regiment en la pista del O’Clock, la disco gay del momento. En cuanto al leit motiv del disco, me pasó casi desapercibido. ¿Religión? Una excentricidad más entre las muchas de aquella época.

Dejando aparte lo visionario del concepto musical, que ha sido imitado desde entonces hasta la naúsea, escucho ahora el disco y me asombra su clarividencia en cuanto a que parece la banda sonora del “Conflcto de Civilizaciones” que vivimos en los últimos tiempos. E incorpora, yo creo, la idea básica para entender ese conflicto: Cristianismo, Judaísmo e Islam no son sino facetas diferentes de un mismo monstruo fundamentalista e irracional.

Para quien quiera profundizar en ello, recomiendo encarecidamente leer este interesante artículo con sus dos vídeos adjuntos. Y me quedo con la lapidaria frase del físico Steven Weinberg: "Con o sin religión, la gente buena seguirá haciendo el bien y la gente mala seguirá haciendo el mal; pero para que la gente buena haga el mal hace falta la religión".

07 diciembre 2006

Camarero... ¡Hay polonio 210 en mi sopa!

Durante la tediosa espera aeroportuaria que precedió a nuestro embarque en Pekín, ya de regreso a la patria añorada, me entretuve gastando mis últimos yuanes en el suntuoso duty free de los amarillos. Después de descartar souvenirs olímpicos (demasiado horteras), sino-frutas de Aragón (demasiado voluminosas), licores de arroz (demasiado pesados) y bufandas de Burberry (demasiado pijas), me decidí por un frasquito de “Aqua di Gió”, la típica chorrada que no necesito pero que no abulta en la mochila, no pesa y, por una suma razonable de dinero local sin cotización en España, me puede hacer sentir lujoso, moderno y sofisticado, siquiera unos minutos.

Con mi frasco en la mochililla embarqué en el vuelo de Air France. Durante once horas sobrevolamos desiertos y estepas, los bosques de Siberia, los gélidos mares del Norte. Cansados -pero contentos- aterrizamos en París y me dispuse a besar el suelo de mi Europa del alma y de mi corazón. Pues bien, a partir de entonces, tuvimos que pasar un calvario de registros, cacheos y controles de seguridad interminables hasta subir al vuelo de Madrid. Potentes y modernos equipos electrónicos nos husmearon. Casi se me caen los pantalones por tener que prescindir del cinturón y de las botas simultáneamente. Y cuando los gendarmes descubrieron el perfume –debidamente precintado en origen- dentro de mi equipaje de mano, creí que me podía despedir de él, dadas las nuevas normas de seguridad aérea. Para mi sorpresa, lo observaron con atención, casi con un poquito de asco; Lo introdujeron en una bolsita de plástico transparente. Me dijeron que lo llevara en la mano. Y adiós, muy buenas. Ojiplático y patidifuso me quedé, pensando en la carísima inutilidad de todo el montaje: Primero, porque si yo hubiese sido terrorista y el agua de Giorgio explosiva, hubiera tenido ya la oportunidad de hacer estallar el avión en el que llegué sobre, no sé, ¿la Tour Eiffel, por ejemplo?. Segundo, porque si yo siguiese siendo un peligroso fanático suicida y el líquido armaniano una bomba en esencia, ¿impediría la bolsa de plástico una estupenda detonación durante el próximo vuelo?.

Unas semanas después, alguien asesina a un emigrado ruso en Londres, suministrándole una ración letal de polonio 210 en un plato de sushi. El exsoviético fallece una semana después de la ingesta, entre terribles estertores y levantando su dedo acusador contra el presidente Putin. Sofisticado asesinato, más propio de Fu-Manchú que del Dr. No. Tonta manera de matar, porque, vamos a ver: ¿Compensa la efectividad del polonio a la hora de procurar una tremenda agonía al enemigo, con lo carísimo que sale, lo complicado de su utilización y lo escandaloso de su rastro?. ¿No hubiese sido más fácil, rápido y barato el uso de un raticida de los de andar por casa o –ya que estaban en el país de Agatha Christie- el clásico y fiable arsénico? Y así, en plan bestia KGB, un balazo a la cabeza en cualquier esquina, un atropello como quien no quiere la cosa, un hacerlo caer desde un décimo piso... Se me ocurren tantas formas seguras de exterminar al exespía traidor... Pero en fin, a lo que vamos: Inmediatamente después del óbito, se arma un jaleo tremendo en los medios de comunicación, surgen todo tipo de teorías conspirativas y ya tenemos a los sabuesos de Scotland Yard rastreando polonio por media Europa, aviones incluídos. No me cabe ninguna duda: el siguiente paso será una directiva comunitaria recomendando la instalación de potentes contadores geiger en aeronaves, aeropuertos, estadios de fútbol y restaurantes de sushi.

Porque estoy convencido de que existe una conspiración detrás de sucesos como el comentado. No se lo digan a nadie, pero sé quien son los verdaderos asesinos. No hay más que buscar al personaje más favorecido por el crimen: Las mil y una compañías de seguridad privada que florecen al calor de esa cierta inseguridad mediática tan en boga en nuestros tiempos. Los que consiguen millonarias contratas y subcontratas al amparo de normas y disposiciones oficiales, normas dictadas por y para una opinión pública cada día más temerosa y manipulada.