30 noviembre 2006

China – Diario de viaje – Beijing (y II)


09/11/2006

A las 8:20 h. nos recogen en el vestíbulo del hotel: Hemos contratado una excursión a las tumbas Ming y a la Gran Muralla. En el minibús, semejante al de Xi’an, una pareja de franceses, una señora australiana que viene de Praga, un chino que no habla inglés (sospechamos que es un espía del gobierno), un matrimonio de Siria y unos colombianos, ella china de Bogotá. Atravesamos avenidas y autopistas, interminables barrios del Pilar. Por fin salimos al campo y llegamos a la tumba de uno de los Ming. No sabría decir de cual, porque está atestado de gente y no me llego a enterar. Hay un gran templo convertido en museo, con algunas piezas interesantes y una gran estatua del emperador en cuestión. Detrás, un mausoleo y el montículo donde estaba enterrado el emperador. La guía nos cuenta que en realidad no hay ningún emperador allí, ya que durante la Revolución Cultural lo desenterraron y partieron en pedacitos (prefiero ignorar el propósito del troceado). Autobús y parada en la primera tienda del rosario de visitas comerciales: La excursión está programada de forma más sutil que en Xi’an. Aquí, la guía es discreta y las tiendas tienen siempre un pretexto cultural. Ahora, por ejemplo, se trata de conocer la artesanía del jade y su importancia simbólica en la cultura china. Autobús y parada en tienda temática del jarrón de esmalte. El piso de arriba es un restaurante y allí comemos, bastante bien por cierto. Durante la comida, Alfonso introduce el tema de Irak como tema de conversación, con una pregunta directa al sirio. Éste parece un hombre sensato, confía en que el triunfo de los demócratas en las elecciones estadounidenses contribuya a mejorar las cosas en Oriente Medio. Todo el mundo está de acuerdo y se alegra del resultado electoral, sobre todo la señora australiana. Terminamos de comer y, a eso de las dos de la tarde, llegamos a la Gran Muralla. El tramo que visitamos es de muro alto y estrecho, con ramificaciones que ascienden empinadas por las montañas. Paisaje serrano y pelado, tipo Guadarrama. Subimos un trecho bastante largo hasta uno de los fortines, colgado en lo alto. Gran vista panorámica. Subir es agotador, pero bajar me produce un vértigo tremendo y calambres en las piernas. Me quejo y Alfonso me señala el ejemplo de varios ancianos anglosajones que trepan el monte sin problemas. Allá ellos. Al llegar al poblado turístico de abajo, tomamos un refresco de té y aparecen los colombianos, muy simpáticos, charlamos un rato con ellos. Autobús. Autopistas. Suburbios. Atravesamos un bosque de grúas y estructuras gigantes en construcción: Es la futura Villa Olímpica, con algunos edificios sorprendentes. El autobús se detiene y pensamos que nos van a enseñar alguna turistada olímpica. Pero no: Es otra tienda temática, el Museo de la Seda. Nos enseñan el proceso de fabricación de un edredón de seda y nos sueltan en las Sederías Carretas de Oriente. Por fin anochece y a las seis de la tarde nos depositan en el hotel. Metro –dos estaciones- para ver una calle especializada en tiendas de antigüedades y objetos artísticos. Cuando llegamos está todo cerrado, así que retrocedemos hasta el restaurante Quanjude Roast Duck. Son cinco pisos de restaurante, el coloso de la hostelería china. Las jefas de sala van ataviadas con suntuosas sedas rojas y dirigen un ejército de camareros y pinches hieráticos. Se podrían contar miles de comensales en mesas de ocho, diez o veinte personas. Aunque estemos en Pekín y no en Taipei, todo recuerda a las primeras películas de Ang Lee –“El banquete de boda”, “Comer, beber, amar”. Pedimos el menú estándar para dos personas: Entrantes a base de pepinillos y otros encurtidos, pato laqueado en sabrosos rollitos, langostinos con cacahuetes y salsa picante, unas verduras muy ricas, hervidas en su jugo y ligeramente crujientes, sopa de aleta de tiburón (buenísima, un descubrimiento). De postre, una taza de ligero caldo de pato y un plato de fruta preparada con sandía, melón y naranja. Regresamos andando al hotel, para bajar la cena.

10/11/2006

Me despierto de madrugada, con mi pesadilla recurrente: vagabundeo por el antiguo edificio del banco en Canalejas en busca del Paraiso Perdido, mi acogedor despachito de la quinta planta. Son ya dos años de exilio, pero mi subconsciente rebelde sigue sin asumirlo. A las siete nos levantamos, tomamos un café y un bollo y nos metemos al metro para llegar al Templo del Lama. El metro de Pekín es modesto, sólo tres líneas y media (están construyendo unas 15 líneas más para las olimpiadas), pero parece ordenado y eficiente. Es hora punta y los vagones van atestados de gente camino del trabajo. Hay un señor con una bicicleta plegable debajo del brazo que molesta bastante. De pronto, en medio del túnel, escuchamos unos gritos. Son el de la bicicleta y un hombre más joven. Se increpan, se enseñan los dientes como dos gatos furiosos defendiendo su territorio. Entonces se callan, pero en la siguiente estación se bajan los dos y mientras se cierran las puertas del vagón, vemos como se agarran y empiezan a luchar con puños y pies. El tren arranca y nos perdemos el desenlace. Desagradable. Salimos a la superficie, hace frío y está nublado por primera vez desde que llegamos a China. El templo es interesante, pero estoy de mal humor y me produce un efecto deprimente, ese yuyu especial que siento en los lugares de culto donde se respira una verdadera devoción. Un ligero aroma a fanatismo impregna la escena. Alfonso lee en la guía que los lamas llegaron a hacer aquí sacrificios humanos. Mira que bien. Hay un Buda enorme, como una casa de cuatro pisos, pero no dejan hacer fotos. Al salir del templo, cotilleamos las tiendas de souvenirs en busca de algún sitio para tomar un café. Andando por la acera, se me acerca un viejo desdentado y sin mediar palabra me lanza su zarpa directamente al paquete. Hago un movimiento evasivo y evito el golpe, pero me llevo un susto de muerte. Olvidamos el café y tomamos un taxi para ir al palacio imperial de verano. Son un montón de kilómetros a través de autopistas intraurbanas, tipo M30. Llegamos, sacamos tickets y audioguía y entramos. Al principio es un poco decepcionante, más de lo mismo, muchos chinos en grupos con gorritas. Pero pronto sale el sol y vamos entrando en materia. Tomamos un Nescafé y unos ricos dim sum de cerdo en un pequeño bar junto al embarcadero de la emperatriz Cixi. Se pronuncia algo así como Chushi. Menuda pájara. Ella es la prueba evidente de que la maldad suele venir asociada a la estulticia. Parece ser que, en torno al 1900, alguien le regaló un automóvil, un primitivo Benz que se exhibe en uno de los pabellones del palacio. Encantada del regalo, se subió al asiento trasero del vehículo para dar un paseo. Pero entonces se dio cuenta de que el conductor se sentaba a su misma altura, montó en cólera ante tamaña ofensa y le ordenó conducir de rodillas. Naturalmente el pobre chófer no pudo hacerlo, así que el famoso coche no se llegó nunca a utilizar. Después de contemplar el Jardín de Ver Llegar la Primavera, cruzamos el lago en una barquita turística, compramos algunos souvenirs y paseamos por agradables jardines. Hay una galería larguísima de madera pintada primorosamente, una pagoda y un precioso templo budista en lo alto de la montaña de la Longevidad y un mercado en la ribera de un canal, construído en su día para el exclusivo entretenimiento de las concubinas imperiales. Terminamos el recorrido con un espectáculo de ópera china en el pabellón musical de Cixi. Cuando salimos del recinto son las tres de la tarde y tenemos hambre, así que nos metemos a un McDonnald’s. Recuperamos fuerzas y cogemos un taxi hasta el hotel. Dejamos hechas las maletas y salimos a cenar a la zona de Wangfujing. Antes de entrar al restaurante investigamos una especie de tienda de delikatessen muy grande. Alfonso quiere comprar alguna chuchería para sus compañeros del trabajo y aquí hay de todo: Licores, tés, ginseng, encurtidos, jamones de Yunnan, chorizos de yak... y sobre todo, frutas de Aragón, miles de frutas de Aragón de todos los colores, olores y sabores. Acaba comprando algo bastante parecido a los polvorones (de la Estepa, supongo, jaja). Cenamos en un lujoso restaurante de varios pisos con camareras enfundadas en cruel seda roja. Pato laqueado y cerveza JiangYing. Fin del viaje, porque lo que sigue es un interminable recorrido de aviones y aeropuertos, sobrevolando Novosibirsk y Helsinki hasta llegar a nuestro bienamado Madrid, el sumatorio de todos.


29 noviembre 2006

China – Diario de viaje – Beijing (I)

07/11/2006

A las 7:45 h. aparece nuestro suntuoso Buick, para llevarnos al aeropuerto de Xi’an. Llegamos enseguida y vamos al mostrador de facturación. Mi maleta está a punto de reventar y supera un poco los 20 kgs. reglamentarios. Al pasar por el escáner, pita la alarma y se enciende una luz roja. Se acerca un policía. Acojone total. Abro la maleta, revisa el contenido y descubre un paquetito: Es un reloj despertador, encargo de una amiga que estuvo hace poco en China y no llegó a comprarlo (pero se quedó con ganas). En la esfera, la efigie del Gran Timonel sonríe mientras agita la manita en un simpático gesto de bienvenida al ritmo del tic-tac. Al policía le parece muy gracioso, me pregunta cuánto me costó. Uff. Vuelo sin grandes emociones: Historia de China, zumo de naranja y cacahuetes. El aeropuerto de Pekín –me resisto a decir Beijing, existiendo la versión española- es moderno y cómodo. Cogemos un taxi a la ciudad, 8 euros hasta el hotel Novotel Xinqiao, muy cerca de la Ciudad Prohibida. Es mediodía, brilla el sol y salimos a dar una vuelta por Tiananmen. Entramos a comer en un Kentucky Fried Chicken (el más popular de los restaurantes chinos). Sopa de setas, pollo frito envuelto en pan de pita y ensaladilla rusa al curry. Llegamos a la plaza. Las dimensiones son indescriptibles, grandiosas. Miles de chinos hacen cola para entrar al mauseleo del Gran Líder. Van en grupos de excursionistas, tocados con gorras de colores, dirigidos por guías armados con megáfonos y banderitas a juego. Estética imperial-socialista. Banderas rojas, zapatillas Nike y teléfonos móviles. En una esquina, una maqueta reproduce con fidelidad el Potala de Lhasa y enfrente, unos guardias vigilan la seguridad de las mascotas de la próxima olimpiada. Tras un pequeño ataque de diarrea (que me obliga a regresar corriendo al KFC), bajamos por la calle que sale de la plaza en dirección Sur. Interminables cartelones de publicidad tapan las obras de remodelación de barrios enteros con motivo del magno evento deportivo. Así llegamos al parque que rodea el Templo del Cielo, uno de los monumentos “top ten” de Pekín. Es un parque tranquilo y agradable. En una glorieta vemos a unos ciudadanos bailando tangos con bastante gracia. Al llegar a la avenida central aparece el templo. De nuevo impresiona la dimensión colosal del edificio. La luz dorada de la tarde acentúa la riqueza de las decoraciones, los vivos colores de paredes y tejados. Tomamos un refresco de té verde (japonés) en una terraza, pero sin poder relajarnos porque se nos pone en la chepa una vieja mendiga de las que van recogiendo botellas de pet vacías. Volvemos al hotel en taxi: los precios de las carreras son ridículos y todos llevan taxímetro, el problema suele ser comunicarte con el taxista. Descansamos un par de horas y salimos a cenar. La guía recomienda un restaurante con vistas al foso que rodea la Ciudad Prohibida, “The Courtyard”. Allá vamos, pasando por una zona animadísima de tiendas (Wangfujing) y un mercadillo nocturno de tapas y pinchos morunos. Desde un cartelón de publicidad nos saluda la selección nacional (española) de baloncesto. Campeones. Llegamos al restaurante y resulta ser de cocina occidental, tirando a francesa. Sofisticada decoración –es también una galería de arte- y precios también sofisticados y occidentales. Pero nos damos el lujo, al fin y al cabo es nuestro decimoprimer aniversario. Tomamos un vino blanco chino (muy bueno, que se vayan preparando en Rueda y en Rioja). Un entrante de foie y después Alfonso toma pato y yo vieiras. De postre, cheesecake y crème brûlée (vulgo crema catalana) al jengibre. Todo muy rico. Con el vino nos hemos agarrado un ligero pedal y al salir nos perdemos, internándonos sin darnos cuenta en la Ciudad Prohibida. Al intentar torcer por una calle, unos soldados nos gritan histéricos desde la garita: ¡¡¡Nooo!!!. Estábamos a punto de salir del recinto imperial por la puerta grande, debajo justo del retrato de Mao, y es una zona cerrada al público durante la noche.

08/11/2006

Desayuno en el bufet del hotel y caminamos hasta la puerta principal de la Ciudad Prohibida. Compramos los tickets y una audioguía en castellano, lo último en tecnología oriental. Hay muchos grupos de turistas con banderitas y gorras de colores, pero todo es tan grande que ni se nota. Todo es tremendo, enorme, gigantesco, sobrehumano. Algunos de los edificios más importantes están en restauración, tapados por andamios. La arquitectura es bella y armoniosa -si bien un tanto repetitiva-, pero además, la Ciudad Prohibida es un museo que exhibe mobiliario, joyas, porcelanas, bronces... Son especialmente curiosos los pabellones dedicados a Puyi –el último emperador, el de la peli de Bertolucci- y a su tía abuela, la emperatriz viuda Cixi, una verdadera bruja que gobernó China durante medio siglo. Vagabundeamos por todo el recinto durante horas, hasta que ya no podemos asimilar ni un solo detalle cultural más. A eso de las dos de la tarde ingerimos unos fideos instantáneos en los jardines que dan a la puerta norte. Tras el piscolabis, damos por terminada la visita y salimos a una ancha avenida que cruzamos para subir al Monte del Carbón. Es un parque situado al norte de la Ciudad Prohibida, con una torre desde la que se tiene una de sus mejores vistas. El problema es que hay tantos chinos empujando, escupiendo, dando codazos, que pronto nos hartamos y nos vamos enseguida.

A estas alturas se hace imprescindible una sucinta reflexión sobre los chinos. Son admirables en muchos sentidos: Han elaborado una de las culturas más refinadas; Durante milenios han mostrado al mundo la superioridad de su filosofía, de su ingenio; Han conseguido salir de la postración colonialista y crear una potencia de primer orden, que algún día dominará el planeta. Pero son insoportables. No sé cómo ni por qué, pero han sido educados en el más estricto egoísmo. Carecen totalmente de cualquier sentido de solidaridad o empatía con el prójimo. Y desconocen por completo las reglas básicas de comportamiento ciudadano, lo que en mi infancia se llamaba “urbanidad”. Escupen contínuamente. Ellos y ellas. Se aclaran la garganta con un ronco sonido estentóreo y arrojan con fuerza a la calle esputos tamaño familiar. Hablan a gritos, empujan, dan codazos, se cuelan, no respetan una cola ni locos. Y al conducir, la cosa empeora: Los semáforos son puramente decorativos, no digamos los pasos de cebra. Cruzar una calle se convierte en un deporte de alto riesgo. Van con sus flamantes Mercedes por sus flamantes autopistas, adelantando por el carril de la izquierda. De repente, les llaman al móvil o sienten ganas de rascarse el escroto. Entonces frenan en seco, estén donde estén, les da lo mismo si tienen algún otro coche detrás. Sé que más de uno me acusará de criticar al (milenario) pueblo chino desde una perspectiva eurocéntrica. Pues vale, me alegro, soy eurocéntrico, qué le vamos a hacer. Sólo digo que alguien debería explicarles que su comportamiento no es aceptable y les llevará a la autodestrucción, anegadas las fértiles llanuras del valle del Yangtsé en un inmundo mar de gargajos.

Tras este pequeño desahogo, procedo a retomar mi relato donde lo dejé: En el monte del Carbón, rodeados de grupos de gritones turistas chinos, empeñados en meterse en todas partes a empujones, estropeando y estropeándose lo que podría haber sido una grata experiencia. Al bajar, tomamos un taxi a la mansión del príncipe Gong, un palacete del siglo XVIII situado al norte de la ciudad, en Shichahai, una zona de “hutongs”. Un hutong viene a ser un barrio de casitas bajas con jardines y patios, con calles estrechas y un sistema de vida tradicional, en oposición a los desarrollos urbanos contemporáneos, caracterizados por la construcción en vertical y las grandes avenidas. Ya cerca de nuestro destino, el taxi enfila un callejón y de pronto es detenido por un individuo de aspecto mafioso, que parece dar órdenes al taxista. Pagamos y nos bajamos para encontrarnos con un ejército de caza-turistas: Quieren a toda costa montarnos en un rickshaw a pedales, típica turistada, equivalente a pasear en calesa por Sevilla o por el Central Park de Nueva York. Nos ponemos algo nerviosos, porque estamos un poco perdidos y la insistencia de los mafiosos no conoce límite. Finalmente, encontramos el camino y llegamos enseguida a la mansion Gong. Y está tan atestada de grupos de chinos con gorrita que es imposible ver nada. Escapamos y salimos al parque que rodea un complejo de lagos artificiales interconectados. Aquí la cosa mejora, el paisaje es precioso y disfrutamos del paseo. Cruzando un pequeño puente llegamos al complejo de las torres de vigilancia de Pekín: La Torre de la Campana y la Torre del Tambor, imponentes construcciones cívicas cuya principal función consistía en dar la hora exacta a los pekineses de antaño. Subimos a la del Tambor, con estupendas vistas de la ciudad desde la terraza del piso superior. Dentro, un pequeño museo con una curiosa clepsidra y grandes tambores. Son las cuatro en punto de la tarde y de repente salen tres funcionarios y nos ofrecen un bonito concierto de percusión. Taxi a la zona comercial de Wangfujing, una amplia avenida semi-peatonal con tiendas de todos los colores. Hacemos merienda-cena en un McDonald’s y nos metemos a continuación en la Beijing Foreign Languages Bookshop, hermosa librería de varios pisos con ediciones chinas en todos los idiomas a precio de ganga. Me compro dos preciosidades en inglés: “Story of the Silk Road” y “Chinese Foods”. A la salida, Alfonso se compra un anorak muy abrigadito por 20 euros y volvemos al hotel. Comprobamos los emails, vemos un poco la tele –nos enteramos del resultado de las elecciones parlamentarias en EE.UU.- y a mimir.


22 noviembre 2006

China – Diario de viaje – Xi’an

04/11/2006

Despertamos a las seis de la mañana para llegar pronto al aeropuerto. Nos espera una chica taxista –según Alfonso, la amante de la Comisaria Política. Ella es supereficiente, llegamos al aeródromo en media hora. El amanecer es muy pintoresco, con tonos dorados en las montañas y una neblina suave en el valle. Vuelo Lijiang-Kunming. Leo una “Historia breve de China” (Pedro Ceinos, Silex Editorial, 2006). Al llegar a Kunming, recogemos enseguida las maletas y tenemos casi tres horas hasta la hora de embarque, pero no nos dejan facturar todavía y perdemos la posibilidad de bajar a echar una ojeada a la ciudad, que parece atractiva. Tres horas aburridas, de interminable megafonía robotizada y vuelo Kunming-Xi’an. Al llegar a nuestro destino, nos dirigimos al mostrador del bus que lleva del aeropuerto a la ciudad. El bus resulta ser una berlina de lujo (un Buick americano). Nos cuesta lo mismo que un taxi a Barajas, con la diferencia de que aquí hay 40 kms. desde el aeropuerto hasta el centro. Nos deposita en el hotel Renmin Sofitel. Lujazo oriental y de diseño. Al entrar en nuestra habitación, Alfonso dice sentirse como Madonna en plena gira de la Ambición Rubia. Salimos a dar un paseo por la ciudad. Es una ciudad muy antigua, que durante siglos fue capital imperial y conserva la muralla y el trazado urbano de la época Ming. Pero encima han construído hoteles, oficinas, centros comerciales. Todo nuevo, reluciente. De la ciudad vieja quedan las murallas, las torres del Tambor y de la Campana y el barrio musulmán, centro del turisteo y mercadillo máximo para españoles ávidos de gangas. Estamos demasiado cansados para andar buscando, así que cenamos auténtica comida china en un McDonnald’s.

05/11/2006

Desayunamos en la habitación del hotel. Café y unos bollos que compramos ayer en una pastelería. Es un día soleado, pero en la calle hace frío. Casi no hay gente, es domingo y se vé que no madrugan. Nos acercamos primero al barrio musulmán para ver la mezquita. Es muy antigua y curiosa, parece un templo chino más, con su estructura de patios ajardinados y pabellones consecutivos. La decoración contiene inscripciones en ideogramas chinos junto a textos del Corán en árabe. Al llegar al penúltimo patio vemos una genuina reunión de musulmanes chinos: Están sentados en mesas, charlando y bebiendo té, a nuestra izquierda los hombres y a la derecha, las mujeres, tocadas con un discreto velo. Me llama la atención la edad de los fieles, viejos o niños en su gran mayoría. Tras el último patio está la mezquita propiamente dicha, pero allí no dejan pasar al turista. Esto resulta un pelín fanático comparado con la liberalidad de los otros templos chinos, sean budistas, taoístas o lo que sea. Salimos de la mezquita y del barrio musulmán, atravesando una zona de carnicerías donde se exhiben obscenas imágenes de reses muertas y sus órganos internos, pilas de hígados resecos. Tomamos café junto a la muralla, en un sitio que parece un bar de carretera de Motilla del Palancar. Fuera, unos chicos practican kung fu o algo similar. Llegamos a un barrio de casas bajitas, modernas pero siguiendo fielmente el modelo tradicional. Hay tiendas de antigüedades y de recuerdos, pero sobre todo de material de pintura y escritura: Venden pinceles, tintas, papel de diversas calidades, caligrafías, grabados y dibujos. Mao y Mona Lisa. Lao Tse y la típica superposición de héroes del socialismo: Marx, Engels, Lenin, Stalin, Mao otra vez. En las cercanías, una academia de Bellas Artes y el museo del Bosque de Estelas, a donde nos dirigimos. Contiene estelas de piedra labrada de diferentes épocas, con caligrafías, poemas, dibujos... La caligrafía china es un texto y, al mismo tiempo, un poema visual. No es fácil de asimilar para quienes tenemos el alfabeto grabado a fuego en la mente. Se exhibe también una curiosidad histórica: Una estela grabada por cristianos nestorianos en el siglo VIII. En una de las salas, empleados del museo sacan reproducciones al calco de las piedras, que luego venden en la tienda. Compramos unas bolas de cristal con dibujitos para los sobrinos. Café en un Haagen Dazs modernísimo y visita a la pagoda de la Pequeña Oca, que fue famosa por albergar importantes escrituras budistas. Ahora está medio en ruinas, en medio de un parque muy agradable. Desde allí vamos andando hacia un templo budista que recomienda la guía pero no llegamos a encontrar. Pasamos por una zona universitaria, con grandes construcciones y anchas avenidas. Algunos edificios recientes son de arquitectura delirante, mezcla de orden jónico y tejadillos chinos, Vitrubio y Lao Tse. Reunión de chicos y chicas modernitos, al salir de clase. El templo sigue oculto, así que nos metemos al siguiente museo, el de Historia de la provincia de Shaanxi. Una impresionante colección de bronces, cerámicas, pinturas de todas las dinastías. Algunos mapas ilustran la ruta de la seda que conectaba la antigua Xi’an (Chang’an) con el Mediterráneo a través de estepas y oasis. Salimos del museo y nos encaminamos a la pagoda de la Gran Oca. Atravesamos una plaza o parque con jardines y centros comerciales. En una esquina están haciendo promoción de un nuevo coche de General Motors: Hay una especie de karaoke danzante, la gente se sube al escenario y baila al ritmo desenfrenado del discopop chino. Algunos llevan preparada su coreografía. La plaza está llena de gente endomingada esperando que se pongan en marcha unas fuentes monumentales, parece que muy divertidas. Esperamos un rato, pero aquello va para largo, así que pasamos de las fuentes y nos metemos en el recinto de la pagoda. Muy grande y hermosa. Es un templo budista muy animado. Por megafonía se oyen salmos tántricos (Om Mani Padme Hum) y luego la sinfonía nº 40 de Mozart. Taxi al hotel. Ponemos la tele, BBC World, y nos enteramos de la condena a muerte de Sadam Huseín. Probamos otras cadenas: CNN y TV5 insisten en lo de Irak. En la RAI, el programa “Cristianitá” ofrece un animado debate sobre nuevas canonizaciones, presentado por una monja seglar con cara de mala persona. En TVE Internacional, Punset nos pone al corriente de lo último en nanotecnología. Después, crónica rosa con noticias de Concha Velasco. Salimos a cenar. Nos cuesta bastante encontrar el restaurante que recomienda la guía, porque está en el primer piso del edificio de un hotel. Es un salón grandísimo, como de bodas y bautizos. Y un poco sospechoso, parece el lugar perfecto para una cita entre Deng Xiaoping y la viuda de Mao. Elegimos un menú completo para dos personas (10 euros cada uno). Todo muy rico, pero extraño: Nos ponen huesos de albaricoque (Alfonso dice que en su pueblo eso se come y lo llaman chochodul), pastelillos de hongos y de judías pintas, verduras desconocidas...

06/11/2006

Hemos concertado un citytour para ir a ver a los famosos guerreros, que están lejos de la ciudad. 35 euros por cabeza con trasnporte, visitas y almuerzo incluídos. A las 9 se presenta la guia china en el hotel y subimos al minibus. Los otros pasajeros son un par de matrimonios anglosajones muy mayores, un chico de Nueva York con cara de mariquita mala, una pareja (hétero) de islandeses muy monos y unas chicas danesas postadolescentes. La primera visita es para nosotros una repetición: la pagoda de la Gran Oca. Damos una vuelta y nos sentamos a tomar un Nescafé. La guía nos avisa de que en uno de los pabellones reparten unas tarjetas gratuitas con un esquema de las dinastías chinas, muy útil para seguir el desarrollo de la visita desde el punto de vista histórico. Es una trampa: Lo que hay dentro es una tienda con 200 chinos intentando vendernos algo. Desde ese momento vemos clarísimas las intenciones de nuestra amable guía, y a lo largo de la jornada intentará siempre colarnos la compra compulsiva. Seguimos viaje en el minibús, saliendo de la ciudad por grandes autopistas con rascacielos interminables. En el horizonte se perfila el inconfundible perfil de una central eléctrica -¿nuclear, tal vez?- con su penacho de humo blanco coronándola. Justo enfrente, nuestra segunda visita. Se supone que vamos a aprender el arte de la terracota en el mejor taller de reproducciones a escala, oficialmente ga-ran-ti-za-das, de los guerreros de terracota de Xi’an. En realidad es otra tienda, un gran almacén de souvenirs y muebles. Todo carísimo y muy kitsch. Otra vez en la carretera, rumbo al palacio de invierno del emperador Fulanito y su concubina Periquita. Un conjunto muy ajardinado de edificios (reconstrucciones) con piscinas y termas originales en su interior. Es como la Marina D’Or de la dinastía Tang. Por un yuan adicional (0,10 céntimos de euro) puedes lavarte las manos con agua caliente del manantial. Autobús y a comer, en un sitio de carretera que además es... otra tienda!. Nos sentamos en una mesa redonda con los escandinavos, el americano y unas australianas con pinta de pareja bollo. Yo estoy de mal humor, me duele una muela y no tengo ninguna intención de hacer el ridículo chapurreando inglés, así que hago el ridículo callándome y quedando como un perfecto antipático. Pues mira tu lo que me importa. Por fin, a eso de las dos de la tarde llegamos al complejo arqueológico de los guerreros. La guía nos anuncia el programa de la visita: Hangar nº 1 (el más grande, el que sale en todas las fotos de los dominicales). Después una interesante película sobre el primer emperador, Qinshihuangti, cuyo túmulo mortuorio guardan los 6.000 guerreros de barro. Además, podremos conocer en persona al anciano campesino que descubrió la tumba en 1974. Si queda tiempo, nos dará libre para ver los pabellones 2 y 3. A las cuatro y media tendremos que estar de vuelta en el minibús. Entramos un ratito al pabellón 1, atestado de gente en la parte frontal, lo justo para echar una ojeada y hacer la típica foto. Y cuando llegamos al cine, decidimos escaparnos del grupo y volver a ver mejor los guerreros. En la parte frontal está todo el mogollón de turistas, pero se puede caminar por los laterales y rodear todo el hangar. Hay todo tipo de figuras, algunas intactas, otras rotas o muy deterioradas. Después vemos los edificios 2 y 3, con piezas espectaculares exhibidas en vitrinas bien iluminadas. Como nos queda algo de tiempo, nos dirigimos al cine a ver la famosa película. Pues bien, el edificio del cine alberga un pequeño cine panorámico –con una especie de proyección en 360º, caspavisión y cutrelux- y, como no, una gran tienda de souvenirs. El anciano descubridor firma el libro oficial de la exposición que, editado en todos los idiomas, se puede adquirir a precio de incunable. Regresamos a Xi’an. Le pedimos a la guía que nos deje cerca de alguna de los puntos de acceso a la muralla de la ciudad. Nos asegura que junto a la puerta Este se encuentra uno de estos puntos. Allí nos bajamos, descubriendo sin embargo que nos ha mentido como una bellaca: La única entrada a la muralla se encuentra situada en la puerta Sur. Los taxis son muy baratos, así que hacemos uso de uno para acercarnos al hotel a por algo de abrigo –empieza a refrescar- y de otro para llegar a la puerta meridional. Ya es de noche cuando llegamos y subimos a lo alto del fortín que domina la puerta. Vistas de la ciudad iluminada, con la luna llena al fondo. Comenzamos a andar por la muralla, hacia el Este. Sólo unos farolillos rojos alumbran pobremente nuestro camino. Pasa gente casi invisible, algunos en bicicleta. Como a un kilómetro encontramos una escalera de bajadaque nos deja en la zona del museo de las estelas. Cenamos en un Pizza Hut de la avenida Norte-Sur, Al salir me siento casi enfermo. Agotado, congestionado, febril. Volvemos andando al hotel, miramos el correo electrónico, me tomo una aspirina y a dormir.

18 noviembre 2006

China – Diario de viaje – Lijiang


01/11/2006

El aeropuerto de HK, otra obra de Norman Foster, es el no va más de lo moderno, todo lleno de tiendas carísimas de supermarcas. Gastamos nuestro últimos HK dollars en sopa de aletas de tiburón (instantánea) y varios tarros de pomada del tigre. Vamos a volar hasta la ciudad de Lijiang (en la provincia de Yunnan) haciendo un transbordo en Kunming, capital de esa provincia. El primero de los vuelos resulta cómodo, nos dan un almuerzo a base de cerdo agridulce y sólo dura unas dos horas. El aeropuerto de Kunming resulta mucho más grande de lo pensado: al fin y al cabo, siendo tan sólo la capital de una provincia perdida en el mapa, Kunming tiene cerca de cinco millones de habitantes. Todo es muy moderno, pero hay fruterías en medio de la sala de facturación. También hay botones uniformados (parecen el botones Sacarino) para atender a los viajeros “business class”. Alfonso sale un momento a la calle para cambiar nuestros euros por yuanes y vuelve impresionado: en la sucursal del Bank of China, los clientes tienen a su disposición un botoncito para evaluar al empleado de la ventanilla. Según la puntuación obtenida, los ventanilleros muestran un registro de entre cero y cinco estrellitas. Humillante. La espera en el aeropuerto se hace eterna, porque la megafonía repite sin descanso una tonadilla bilingüe (ladys and gentlemen, may I have your attention, pleeeease??) con la información de todos los vuelos. A la media hora se hace insoportable. Por fin embarcamos y el vuelo a Lijiang resulta muy corto, cuarenta minutos. Al llegar al pequeño aeropuerto recogemos nuestros maletones e intentamos coger un taxi. Llevamos el nombre del hotel escrito en chino en un papel. Se lo enseñamos al primer taxista y se mea de risa. Se forma un corrillo y todos dan su opinión (en chino). Cuando ya pensamos que alguien nos ha gastado una bromita, aparece uno que domina la lengua de Shakespeare: parece ser que el hotel está en el mismo centro de la ciudad antigua, patrimonio de la Humanidad de la Unesco y donde no se permite la circulación motorizada. Pedimos entonces al taxista que nos deje en el punto de acceso más cercano al hotel. Nos deja en un callejón oscuro en las afueras de la ciudad vieja. Acojona un poco, pero después de andar unos metros, nos damos cuenta de que el sitio es muy turístico, se van viendo luces y tiendas. Enseguida encontramos el hotel, un ensueño de lujo oriental. La señorita de recepción va ataviada con el traje típico regional. Luego me entero de que la ciudad es el centro de la cultura naxi (pronúnciese naji), propia de una de las minorías étnicas más curiosas de China. La habitación es el colmo del lujo hortera y ofrece –a precios económicos- todo tipo de extras semisexuales: masajes de diversos tipos, condones, toallitas germicidas, sales de baño vigorizantes... Nos llegamos a preguntar si no nos hemos metido en un puticlú. Salimos a dar un paseo: Hace frío, está todo lleno de turistas chinos y hay miles de tiendas de artesanía, productos típicos, casas de té. Vemos varias tiendas que venden cecina y embutidos de yak. Cenamos en un restaurante de cocina tradicional naxi: Una cosa parecida a la empanada gallega que el menú en inglés describe como “orthodox traditional cake”, y otro plato supertípico de allí que resulta ser un cocido madrileño, con su caldo de jamón y gallína, pero sin garbanzos y servido en un recipiente de bambú. Peculiar. Con dos cervezas Tsing Tao (si pronuncias Chingao te entienden perfectamente) de medio litro cada una, total 9 euros.

02/11/2006

Desayuno en el hotel: muchas cosas en el buffet, pero poco apetecibles. Tomo pan con mantequilla y un café. En la calle hace bastante frío a pesar del sol. Andamos saliendo de la ciudad vieja hasta el parque del estanque del Dragón Negro, unos jardines espectaculares con pabellones de recreo que pertenecieron a la familia Mu, tradicionales gobernadores de la provincia en la época imperial. A nuestra izquierda, un riachuelo cantarín; A la derecha, jardines y algunas construcciones auxiliares. Vemos lo que parece un templo con un gran cartel anunciando una exposición de arte étnico. Entramos y somos inmediatamente atacados por una señorita de los Coros y Danzas de la Sección Femenina. Nos enseña unos jarrones y nos sube al piso de arriba. Allí nos esperan un señor mayor y un jovencito ataviados ambos dos con el traje regional. Nos intentan colocar el sombrero típico, pero como no somos Benedicto XVI, no nos dejamos. Entonces nos explican una milenaria tradición del lugar: Tenemos que poner nuestros nombres en sendas casillas de un voluminoso cuaderno –lleno de nombres de turistas. Debajo, tenemos que escribir un deseo, una petición a los dioses Dongba. Y debajo, el dinero que ofrecemos a los dioses para que nos concedan ese deseo. Después de que paguemos, el señor mayor grabará nuestros nombres y deseos en sendos candados que encadenaremos a la verja del templo. Allí permanecerán eternamente. O sea, que nos han pillao. Primero intentamos escribir los dos nombres en una misma casilla. Nos dicen que no vale, los dioses no aceptan el 2x1. Entonces, vemos lo que han puesto los viajeros anteriores en la casilla del dinero: De 300 euros no baja ninguno. Alucinamos. Acabamos poniendo 10 euros cada uno, lo que es un pastón por comprar un vulgar candado. No quedan muy satisfechos, pero dejan de dar grititos y nos dan los candados con sus nombres. Los colocamos en la verja. Allí estarán, digo yo, contribuyendo al renacimiento de la cultura Naxi. Seguimos con la visita: El parque es precioso, con un gran estanque en el centro rodeado de jardines y pabellones que se reflejan en el agua. Al fondo, las estribaciones del Himalaya y la Montaña de Jade, un coloso de cumbres nevadas. Completa la visita un pequeño museo sobre las peculiaridades de los naxi. Son una etnia diferente de los Han (los chinos propiamente dichos), y están emparentados con los tibetanos. Mantienen un sistema de escritura propio, con ideogramas muy divertidos. Volvemos cansados a la ciudad vieja y comemos una pizza en un restaurante hippie. Ya recuperados, visitamos la (lujosa) mansión y los (frondosos) jardines de la mencionada familia Mu en el centro. Terminamos con una vista (panorámica) de la ciudad al anochecer desde la torre Wang Gu Lou en el parque de la colina. Merienda en un Kentucky Fried Chicken y acabamos el día con un interesante concierto de música naxi en un teatrillo de la calle principal (vídeo en el youtube de abajo).


musica naxi


03/11/2006

Hemos concertado con la Comisaria Política del hotel (gerente) los servicios de un taxi que, por 40 euros, nos lleva hoy de excursión a varios monumentos situados en las cercanías de Lijiang y mañana al aeropuerto. Nos recoge en un parking a la salida de la ciudad vieja y salimos por amplias avenidas, primero llenas de grandes edificios comerciales, más tarde rodeadas de colonias de chalets. Después, el campo. El día es soleado y el paisaje bonito, un fértil valle con montañas al fondo. Pueblecitos agrícolas. Alfonso dice que le recuerda a Candeleda, pueblo de Avila –cerca de Gredos- donde vivió una tía suya monja. Le doy la razón: naxis y abulenses deberían estar hermanados ante la similitud de sus habitats naturales. Visitamos primero la casa de campo de la familia Mu cerca de la aldea de Baisha, donde se conservan unos frescos budistas de indudable valor, pero muy degradados y difíciles de interpretar para quienes no estamos versados en la materia. Es como si a un chino le enseñas los frescos de una capilla románica: no se enteraría de la misa la media. En nuestra siguiente parada, visitamos el parque temático Dongba, combinación de un moderno monumento muy monumental y bastante horroroso, con la reproducción más o menos fiel de un típico poblado naxi. En las cabañas del poblado hay extras que interpretan las típicas labores milenarias de su etnia. En una de las casas intentan hacernos participar en el simulacro de una típica boda naxi. Escapamos por poco y, al salir del parque, cuatro viejas desdentadas nos cantan una milenaria canción de despedida y eterno agradecimiento. Nuestro taxi deja el valle y va ascendiendo poco a poco por las laderas de un monte. Nueva parada: Monasterio de Yufeng, un centro de budismo tántrico tibetano. Es una lamasería bastante cuca, parece sacada de alguna historieta de Tintín, con sus campanuelas giratorias y sus imágenes de dioses aterradores. Volvemos al taxi y tras un corto desplazamiento, paramos en otro parque temático de los naxi, el “Jade Water Village”. La entrada es terrorífica, con una estatua dorada y tremenda de algo que parece el primo de Drácula. Pero el sitio es interesante: En primer lugar, por su situación, colgado en la montaña entre un arroyo que baja en cascadas artificiales y bosques de coníferas. Además, parece ser de verdad un centro de cierta importancia para ellos, porque en el templo que corona el complejo se celebran anualmente ciertas ceremonias rituales de socialización de la etnia milenaria. Taxi a nuestra última visita del día. Según el programa facilitado por nuestra Comisaria, nos toca ahora visitar la casa del Dr. Louck. Alfonso se ha leído la guia a medias (yo ni éso) y se produce una confusión. Sucede que existe en la zona un tal Dr. Ho, famosísimo médico o curandero tradicional chino, cuyas recetas a base de infusiones tienen fervientes admiradores en todo el mundo. Entonces, pensamos que es a este señor al que vamos a visitar. Yo, muy digno, digo que me niego en rotundo a pasar por el aro y hacer el paripé de “¡uy, que místico y que espiritual me siento tomando las hierbas del Dr. Ho!”. Llegamos al lugar acompañados del taxista. Yo, a la defensiva todo el rato, y viendo como de un momento a otro nos van a dar un sablazo como el del candado. Alfonso, en el fondo, ansioso de encontrarse con el anciano sabio oriental. Entonces nos hacen pasar al interior y... ¡es una casa-museo!. Pues hemos confundido al Dr. Ho con el Dr. Rock, Joseph Francis Charles Rock, botánico austro-americano que vivió en Lijiang en los años 20, publicando sus fotografías y estudios sobre los naxi en el National Geographic. Después del chasco, volvemos a Lijiang, donde comemos unos arroces con curry muy buenos en una agradable terraza. Despues de una pequeña siesta, repetimos la visita al estanque del Dragón Negro para ver el atardecer en el incomparable marco. Paseamos de vuelta atravesando la ciudad moderna, con estatua gigante de Mao y muchas tiendas de chandals. Cenamos en el casco viejo, en una pizzería sino-italiana, con música de Cesaria Evora y de Franco Battiato: “Gesuiti euclidei vestiti come dei bonzi per entrare a corte degli imperatori della dinastia dei Ming”. Es verídico, en el siglo XVII varios jesuítas alemanes –especializados en astronomía y matemáticas- tuvieron que disfrazarse de monjes budistas para ser recibidos en la Ciudad Prohibida. Tuvieron éxito, se hicieron consejeros del emperador y reformaron el calendario chino.

15 noviembre 2006

China - Diario de viaje - Hong Kong


29/10/2006

Llegamos a Hong Kong tras un terrorífico viaje de 14 horas (escala en París). Falta de espacio, inmovilidad forzada y un sueño tremendo combinado con mi incapacidad para poder dormir en ningún medio de transporte. Aterrizamos a las 17:30 (hora local) y tomamos un taxi al hotel. Hace un calor tropical, húmedo. Autopistas, bloques de apartamentos de 60 pisos como poco. El sueño de cualquier promotor inmobiliario. Hotel Novotel Harbour View, en la misma isla de HK y muy cerca del centro comercial y de negocios. Encajonada en una estrecha franja entre el mar y la montaña, la ciudad se reduce a tres o cuatro avenidas muy largas siguiendo la línea costera y sus perpendiculares encaramándose hacia arriba. Todo sigue teniendo un aire colonial muy británico: se conduce por la izquierda, autobuses (y tranvías) de dos pisos. Las calles tienen nombres como Des Voeux o Queen’s. Yo me entusiasmo enseguida y alucino con los supermercados de cosas raras, las frutas y verduras de otro mundo en los mostradores callejeros. A Alfonso le parece feo. Y es feo, y cutre, y huele a podrido. Lo que no me impide experimentar esa euforia que me produce la lejanía de lo cotidiano, la surreal sensación de encontrarme en un lugar muy distinto, donde no entiendo nada, donde nada me ata. En Central HK la cosa cambia: aquí las tiendas de quincalla y trapos de cocina dan paso a Louis Vuitton, Gucci y Tiffany’s, grandes edificios de oficinas, moles de cristal y acero iluminadas con luces de colores. Las calles que suben por la colina llevan al Soho, lleno de restaurantes y cafés. Letreros luminosos gigantes. Todo muy Blade Runner. Intentamos cenar en el restaurante Yung Kee –uno de los más famosos- pero está llenísimo de gente y no hay sitio, así que nos metemos en el de enfrente, más económico y familiar. De hecho está lleno de familias con niños disfrazados por la cosa del Halloween. Lo verdaderamente terrorífico es el aire acondicionado, a 10º bajo cero. Es algo que se repetirá constantemente, nos obliga a ir en manga corta por la calle y con anorak en los interiores. Pero a los hongkoneses parece que les encanta. Estamos cansados, hambrientos y un poco ansiosos, y a la hora de pedir la cena nos pasamos tres pueblos. A mi me traen una enorme sopa de pollo y una bandeja con fideos fritos crujientes coronados de langostinos ligeramente picantes. Está muy bueno pero la costumbre que tienen de servir todo junto me pone nervioso: Como sin masticar, me atraganto, se me hace una bola y no puedo tragar. Me ahogo. Corro al cuarto de baño, donde sufro un ataque de arcadas, hipo y ansiedad hasta que consigo vomitar como una vulgar modelo anoréxica. Depresión.

30/10/2006

Nos levantamos a las 8:30, después de una noche en blanco por el jetlag. Templo de Man Mo: pequeñito, un poco cutre, decepcionante comparado con los templos japoneses de hace un año. En las cercanías hay tiendas que venden sets de ofrendas a los dioses: teléfonos móviles, relojes Rolex y otros artículos de lujo, todo en cartón primoroso. Lo compras, lo llevas al templo y lo arrojas al fuego como ofrenda a tu dios favorito y en petición de un favor determinado. Una vez más triunfa el espíritu práctico oriental. Además, te pueden adivinar el destino con huesos de animales (una milenaria costumbre china, relacionada con el origen de su escritura). Después vamos andando hasta el centro, donde admiramos a la luz del día los espectaculares rascacielos bancarios: HSBC, Standard Chartered, Bank of China... Parece ser que Norman Foster (el marido arquitecto de la doctora Ochoa) diseñó el edificio del HSBC de acuerdo a los principios del Feng Shui, el ancestral método chino que combina arquitectura, decoración y naturaleza de modo que favorezcan el bienestar y la prosperidad de los habitantes de una casa. El edificio le quedó muy bonito y los propietarios tan contentos que estaban, con sus cascaditas y sus peces de colores. Pero entonces llegaron los malos, el Bank of China (de la República Popular) y su arquitecto I.M. Pei (el de la pirámide del Louvre), y construyeron al lado un edificio más alto y más rechulo para arruinarles las vibraciones feng shui a los del HSBC. Al fin y al cabo, son una raza cruel. Seguimos andando y llegamos a la estación del “Peak Tram”, funicular que sube (casi en vertical) a la cumbre más alta de la isla, el Victoria Peak. Cuando subimos nos llevamos una ligera decepción: Lo primero que vemos es un gran centro comercial para el turismo consumista. En la terraza, una vista panorámica de la ciudad. Tomamos un café y antes de bajar decidimos dar un paseo por el parque contiguo. Hay una senda de unos 3 kms. que rodea la montaña entre bosques semi-tropicales, con impresionantes vistas de la ciudad y de toda la bahía. Además, el paseo resulta muy agradable porque corre un viento fresco que nos alivia del calor. Bajamos por fin a la ciudad y paramos a comer en una terraza dentro del parque. El parque está lleno de filipinas (acaparan el servicio doméstico) jugando a las cartas y haciendo picnic. Luego atravesamos pasarelas futuristas y megacentros comerciales, nos acercamos al embarcadero y, dejándonos llevar por la corriente humana, tomamos el ferry que lleva a Kowloon, la parte de ciudad que queda en el continente, justo frente a la isla. Al llegar a la otra orilla podemos al fin contemplar la imagen clásica de la ciudad con sus rascacielos apelotonados. Nos metemos en el hall del Hotel Peninsula –una institución- para tomar el té, muy finos nosotros. Pero hay miles de turistas que han pensado lo mismo y hay que esperar, Nos vamos. Damos una vuelta por Nathan Street, una amplia avenida llena de tiendas, la meca del turista compra-gangas. Sin más interés. Museo de Historia: Un interesante recorrido por la historia de este enclave. Muy curiosas las salas dedicadas a las guerras del opio (una auténtica putadita británica, origen de la colonia) o a la ocupación japonesa durante la II Guerra Mundial. Regresamos a la zona del embarcadero, donde han montado un “Stars Avenue” tipo Hollywood pero con estrellas del cine local, destacando Jackie Chan y Bruce Lee (que tiene hasta una estatua de bronce). Desde allí contemplamos el espectacular skyline nocturno de la ciudad, con espectáculo de luz y sonido pelín hortera. De vuelta a la isla, cenamos por fin en el Yung Kee un menú degustación: Pato asado, un pescado muy rico (garupa) rebozado y en salsa con pimientos verdes, trocitos de solomillo de buey con cebolla y fideos de arroz fritos con más pato. De aperitivo nos ponen un extraño huevo negruzco, ni cocido ni crudo, pero muy bueno.

31/10/2006

Tranvía (en el upper deck) hasta Central. metro con trasbordo y tren de cercanías hasta Sha Tin, para ver el templo de los 10.000 budas. Muy recomendado por la guía, con una pagoda que sale en todas las fotos y supuestamente en medio del campo. Ya. Al llegar nos encontramos en medio de otro enorme centro comercial. Es como llegar a Alcorcón. Localizamos la subida al templo (detrás del Ikea) y comenzamos la ascensión por una empinada escalinata. De repente, nos vemos rodeados: cientos de estatuas doradas (plástico duro) de chinos semidesnudos en actitudes grotescas. Super psicodélico, y no vamos en ácido. Son efigies de budas, personas que han alcanzado la perfección con la ausencia de todo deseo. En la cumbre, el templo resulta ser la catedral del “Todo a 100”. Mucho colorinchi barato, mucho incienso y exotismo para hippies. La pagoda, pequeñita y birriosa, podría ser el capricho oriental de un constructor enriquecido en Mejorada del Campo. Nos hacemos unas risas y volvemos al tren. Luego en metro hasta la isla de Landau. Nos bajamos en la estación de Tung Chung para visitar el monasterio budista de Po Lin con la colosal estatua de Buda de Tian Tian. La estación del metro queda muy cerca del nuevo aeropuerto y cuando salimos del subterráneo nos encontramos (¡sorpresa!) otro centro comercial y una urbanización de apartamentos con torres de 60 pisos. Allí se coge un teleférico para llegar al monasterio. Ataque de vértigo, pues las cabinas trepan con rapidez desde el nivel del mar hasta los picos más elevados, alcanzando una altura insospechada y con distancias de kilómetros entre poste y poste. Un poco mareados, llegamos a nuestro destino, que resulta ser un parque temático del budismo, con espectáculos teatrales, área de restaurantes y tiendas de souvenirs. Comemos en el único restaurante que ofrece comida china (los demás son pizzerías y Starbucks). Luego subimos a ver el Buda, que es moderno pero resulta curioso y bonito, y el monasterio adjunto, muy colorista y florido. Para volver a HK cogemos un autobús (el 2) hasta un embarcadero, y allí un ferry a Central. Para despedirnos de la ciudad, volvemos a subir a Victoria Peak con la intención de contemplar el anochecer desde arriba. Todo un acierto: a esa hora no hay apenas turistas, y desde la vereda del monte divisamos uno de los mayores espectáculos que nuestro planeta puede ofrecer. En la neblina rosada, comienzan a encenderse las luces de los grandes edificios. Al fondo, la bahía y Kowloon. El rosa se convierte en violeta y el resplandor de los neones confiere a la escena un aire onírico, de cosa soñada. Pasamos así un buen rato, hasta que la noche se cierra en torno nuestro. Volvemos al centro en un autobús de dos pisos y cenamos en un tailandés del Soho.