29 agosto 2007

Oriente Medio - Diario de viaje (14)

Jueves 21 de junio. Después de un energético desayuno (quesos, aceitunas, higos secos, bollería surtida) salimos en nuestro birricoche en dirección a Karak: Imponente fortaleza en lo alto de un promontorio, construida por los cruzados del Reino de Jerusalén para vigilar y defender un importante cruce de caminos en la principal ruta comercial del antiguo Oriente Medio. Su dueño más famoso era especialmente cruel y fue ajusticiado personalmente por Saladino en castigo a sus crímenes. Hoy en día no es más que una ruina, con partes bien conservadas, alguna reconstrucción y un interesante museo. No debería impresionarnos -como españoles estamos acostumbrados a ver castillos medievales-, pero su emplazamiento y dimensiones son tremendos y merece la pena detenerse aquí un par de horas.

Seguimos viaje por la “Carretera del Rey”. En varias ocasiones pensamos que nos hemos perdido, pero no: Es difícil perderse en un país con tan pocas carreteras. El camino sube y baja, atraviesa paisajes extraterrestres y luego desciende abruptamente hacia las llanuras del Mar Muerto. Llegamos a Madaba a la hora de comer. Madaba es –me cuenta Alfonso, experto en el tema desde sus años de estudiante de arqueología- la capital del mosaico tardo-romano. Y además de eso es una ciudad bastante fea y caótica, con una importante comunidad cristiana (el 4% de los jordanos profesa esta religión).

Localizamos el centro de información turística y aparcamos allí. Nos dan un plano con los sitios dignos de visitar. Entramos a comer en un restaurante contiguo –claramente orientado al turismo de grupos- que se llama “El Cardo”, así en español. Cutre y caro, pero tenemos hambre y es ya tarde para ponerse a buscar otro sitio. Después de malcomer visitamos la iglesia de San Jorge. Es una construcción moderna levantada sobre el solar de otras anteriores. Pero alberga una joya: El suelo está decorado con un mosaico del siglo VI que representa el mapa de Oriente Próximo en tiempos de Bizancio. Es fácil reconocer algunos puntos, como Jerusalén, el Mar Muerto o el delta del Nilo.

Visitamos después el parque arqueológico, con los hermosos mosaicos de villa de Hipólito y la adjunta iglesia de Santa María, curiosos porque se superponen la tradición cristiana y los antiguos mitos paganos. Desgraciadamente apenas se pueden ver, ya que están cubiertos por una espesa capa de polvo. El estado de conservación es lamentable y las instalaciones del museo casi abandonadas. Yo de mayor quiero ser empleado de algún museo de Jordania (vacaciones todo el año). Un poco más lejos, la iglesia de los Apóstoles, con el mismo problema de pésima exposición. Un detalle curioso: El centro del ornamentado pavimento no es una imagen de Cristo ni de ninguno de sus santos apóstoles, sino la representación de Thalassa, el mar.

Volvemos a la carretera. Nuestra siguiente parada es en lo alto del monte Nebo, donde se supone que Moisés (nos persigue) alcanzó a ver la Tierra Prometida antes de morir. Los bizantinos construyeron en lo alto del monte una iglesia conmemorativa y, muchos años después, los franciscanos compraron la finca, hicieron excavaciones y sacaron a la luz y restauraron los restos. Todo limpio como una patena y admirablemente conservado. Las vistas son bíblicas, aunque las estropea un horrible crucifijo alien gigante, que inauguró Juan Pablo II (tequieretodoelmundo) en uno de sus viajes.

Bajamos luego por la carretera que conduce al Mar Muerto, con tremendos desniveles y curvas aterradoras. Vemos campamentos de beduinos, controles del ejécito y de la policía. Y entramos en el área hotelera del Mar Muerto, un paraíso completamente artificial para el deleite de los jordanos ricos y de todo el demi-monde internacional. Nuestro hotel es de la misma cadena helvética mencionada en Petra. En recepción tardan una hora en atendernos, porque se celebra esa noche una boda de jordanos ostentosamente millonarios. Mohamed y Alia se casan y para celebrarlo se han traído a toda su tribu: Mujeres teñidas de rubio platino, enfundadas en imposibles trajes rojos de arriesgado escote. Agresivos jóvenes equipados con móviles de última generación. El abuelo poderoso que todo lo organiza. Las primas islamistas (pobres) con pañuelo a la cabeza y gabardinas hasta el tobillo. El lobby del hotel es un circo de varias pistas.

Conseguimos nuestra habitación. Una rápida ducha y salimos a descubrir las piscinas panorámicas sobre el Mar Muerto, el spa, la playa privada. Lujazo y poderío. Observamos que en la piscina principal se exhiben descaradamente esculturales chicos de alquiler, jóvenes gigolós a la caza de señoras y/o caballeros solventes. Tras una puesta de sol kodakcolor cenamos en el restaurante chino “Chopsticks”, carísimo pero con vino blanco jordano unlimited. Todo mu rico. Pedo.

28 agosto 2007

Oriente Medio - Diario de viaje (13)

Miércoles 20 de junio. Segundo día en Petra. Por una vez nos levantamos bastante tarde y creo que somos los últimos en el bufé del desayuno. Después continuamos nuestra visita al recinto histórico, que es mucho más grande que lo que a primera vista parece. Recorremos deprisa lo ya visto –aunque nos sigue sorprendiendo, pues la luz de la mañana confiere un tono diferente a cada rincón del desfiladero o “Siq” que da acceso al conjunto histórico. Tras las “tumbas de los reyes” se extiende la ciudad romana. El mercado, las termas, varios templos se alinean en torno a una calle principal porticada, con su calzada original perfectamente conservada. La calle termina en las ruinas de un curioso arco triunfal y, más allá, un templo enorme y rarísimo consagrado a una deidad local. Precisamente este lugar de culto parece haber sido el origen de toda la ciudad: Un santuario en un lugar escondido y favorito de los nabateos.

Descansamos tomando café en la terraza de un restaurante turístico junto al pequeño museo arqueológico. Allí empieza la senda que conduce al “Monasterio” y pulula una multitud de niños ofreciendo los servicios de un burro para subir a dicho monumento. Llegan a resultar pesados. Cuando ya nos han intentado vender todo un ejército de Plateros, se acerca un tierno infante de seis o siete años a ofrecernos su burrito con voz angelical: “Donkey to Monastery, one dinar, sir!”. Alfonso hiperreacciona: “Read my lips: I said NO!!”. Y el pobre niñito sale corriendo, asustadísimo.

Comenzamos a pasear por la empinada cuesta. El camino pronto se convierte en una tremenda escalinata de penoso ascenso. Alfonso recuerda que se trata –ni más ni menos- del escenario del crimen en la novela de Agatha Christie “Cita con la Muerte”. En cualquier caso, después de nuestra experiencia en el Sinaí no hay monte ni precipicio que se nos resista. A los 45 minutos de subida vemos a lo lejos la terraza de un bar. Nos acercamos con la intención de comprar una botella de agua fría y descansar un rato antes de continuar. Pero al darnos la vuelta descubrimos que ya hemos llegado: A nuestra derecha, tras un recodo del camino y justo frente al bar, se levanta la misteriosa construcción, otra tumba excavada en la roca y similar al Tesoro, solo que más grande. Un pequeño refrigerio en la umbría terraza del bar y volvemos a bajar. Hotel. Siesta.

Por la noche tenemos entradas para el espectáculo “Petra by Night”. A las ocho en punto estamos en la puerta del Visitors Center. Apuntamos nuestros nombres en la lista de participantes: Somos muy pocos y nosotros, los únicos españoles. Pero poco después aparece un grupo de 30 españoles (!). El guía es un beduino vejete y pintoresco que habla un inglés no menos peculiar. Nos informa de las normas a seguir durante el recorrido: Silencio absoluto mientras se camina en hilera por el “Siq”, no tomar fotos con flash, etc... Yo me imagino al grupo ibérico entonando cantos regionales.

Empezamos a andar por el camino, débilmente iluminado con cirios protegidos dentro de saquitos de papel. Para mi sorpresa, mientras que mis paisanos se portan con toda corrección, es una británica culogordo la que monta el pollo, hablando a gritos con una amiga y riéndose todo el tiempo. Ya dentro del Siq, parece que se corta un poco, pero entonces empieza el concierto de flashes, cincuenta turistas de todas las nacionalidades tomando fotos sin parar. El paseo es, no obstante, espectacular. Sobre nuestras cabezas, la rendija de cielo nocturno que permite ver el desfiladero presenta una preciosa vista de la Luna en cuarto creciente y la Osa Mayor. A ambos lados, paredes de roca que se elevan interminables.

Llegamos a la explanada que se abre ante el Tesoro. El suelo está tapizado con farolillos que no consiguen iluminar el monumento. Tan sólo se intuye su presencia al fondo. Nos sentamos todos en unas alfombras dispuestas en el suelo. Suena una musiquilla de flauta, al principio sugestiva –pero pronto se hace repetitiva y absurda. Pasa un hombre repartiendo té moruno en vasos de plástico. Nueva orgía de flashes. Un pequeño speech del guía beduino sobre las costumbres del lugar cierra un espectáculo decepcionante. Pero ésto no consigue empañar la emoción producida por un entorno estremecedor.

Vuelta al hotel, cerveza en la terraza de la azotea y a dormir.

27 agosto 2007

Oriente Medio - Diario de viaje (12)

Martes 19 de junio. Casi no he dormido de puro cansancio. Desayuno en la cafetería del hotel Shalom Plaza. Militares armados y camareras rubias de aspecto eslavo. Sigue llamándome la atención la cantidad de rusos que pululan por aquí. Taxi a la frontera con Jordania. El taxista va de simpático y al saber que somos españoles nos hace un documentado repaso de la liga de fútbol, incluyendo los partidos del Getafe con el Nástic. Luego nos cobra el doble de lo que marca el taxímetro. No tenemos ganas de discutir y aún así es muy barato.

Pasamos la frontera sin problemas y entramos en Jordania, a unos dos kilómetros de la ciudad costera de Aqaba. Nuevo taxi hasta las oficinas de Avis. El encargado es un hombre maduro, gordinflón, bastante agradable. Nos invita a café y nos pide que le escribamos en un papel una serie de expresiones coloquiales en español, con su traducción al inglés. Luego él escribe en alfabeto árabe la transcripción fonética de los sonidos ibéricos. Cosas básicas como “Gracias”, “Buenos días” o “Roberto Carlos mola más que Ronaldinho”.

El coche que hemos reservado es una diminuta cafetera (Chevrolet Matiz), pero Alfonso se hace enseguida con él y en dos horas y poco más llegamos a Petra. Nuestro hotel está situado justo a la entrada del conjunto monumental. Pertenece a una multinacional suiza y se nota: Limpieza impecable, confort helvético, lujo contenido, precios alpinos. Comemos allí mismo un sandwich club ¡con jamón de york! y una cerveza. Y eso que se supone que aquí impera la ley islámica. Después de esta ligera colación descansamos un rato en la habitación y luego –cuando ya remite algo el calor del mediodía y la mayoría de las masas turísticas han terminado su visita- nos adentramos en el parque arqueológico.

Sacamos un pase para dos días y entradas para el espectáculo “Petra by Night”. Entramos en el recinto por un ancho camino de tierra. En paralelo, otra pista recoge el tráfico de caballos y carros que llevan a quien prefiere no caminar. Un poco más allá la senda se estrecha y discurre entre rocas de colores. A medida que vamos entrando en el cañón, las sorpresas se acumulan. El camino de tierra se convierte en una perfecta calzada romana; Un arco tallado en la piedra, un pequeño túmulo funerario, desvanecidas figuras de camellos en un altorelieve, nos recuerdan que estamos a punto de entrar en la ciudad perdida de los nabateos. Luego, casi sin aviso previo, aparece el Tesoro a la luz del atardecer y nos deja sin aliento.

Exploramos varias zonas y llegamos hasta más allá del teatro y las tumbas de los reyes. Luego volvemos por el mismo camino, agotados pero eufóricos. Unas cervezas en la terraza del hotel , ducha y cena en el buffet: Está todo buenísimo, a destacar un calorífico surtido de dulces germano-orientales, desde la Sachertorte a los baklava.

21 agosto 2007

Oriente Medio - Diario de Viaje (11)

Lunes 18 de junio. Agujetas en las piernas. Desayuno a las ocho en punto en el enorme (y desierto) comedor del hotel. Después visitamos el monasterio con Ahmed. El pobre tiene buena voluntad y una gran imaginación, pero no mucha idea del mundo bizantino. Toda su obsesión es mostrarnos la auténtica y genuina y verdaderamente certificada Zarza Ardiente 100% de Moisés. Según Ahmed y la tradición local, el arbusto en cuestión tiene 3.500 años. La historia empieza en realidad en el siglo IV de nuestra era: Santa Helena, de gira promocional por la región tras descubrir en Jerusalén la Vera Cruz, encuentra también la Zarza en donde se supone que sucedió lo de Moisés, construye una capillita en el lugar y trasplanta el vegetal a un patio contiguo.

Con el monopolio del poder por parte del cristianismo llegan las peregrinaciones y, en tiempos del emperador Justiniano (527), se construye el monasterio propiamente dicho y la iglesia de la Transfiguración. Aislada del mundo en su desierto, la comunidad monacal vive al margen de rebeliones heréticas como la de los iconoclastas y su consiguiente represión (lo que le ha permitido conservar la mejor colección mundial de iconos primitivos). Se dice que el propio Mahoma se refugió en el monasterio huyendo de sus enemigos y concedió a cambio a los monjes un salvoconducto que todavía se conserva, escrito del puño y letra del Profeta. Pudo ser ésta precisamente la razón por la que las sucesivas autoridades islámicas que dominaron la zona a partir del siglo VII respetaron siempre la independencia del cenobio.

Alrededor del año 800, unos monjes salen a pasear por el campo y se tropiezan con dos ángeles que les señalan amablemente el lugar donde reposan –desde hace la intemerata de años- los restos mortales de Santa Catalina de Alejandría, una martir de lo más conveniente por su veneración local y su popularidad universal. Así que llegan más peregrinos y la fama de Santa Catalina eclipsa un poco a la misma Zarza mosaica. La historia se mezcla con la leyenda, las religiones se solapan, el sol del desierto deslumbra la mirada y oscurece la razón.

La iglesia es magnífica y recargada, lujosas lámparas cuelgan de un techo con pinturas que representan el firmamento con todos sus astros. Lástima que, tras el suntuoso iconostasio, unos andamios ocultan el mosaico del ábside y nos impiden contemplarlo. Después de ver la famosa zarza (¿qué tiene la zarzamora / que a todas horas / llora que llora / por los rincones?), Ahmed parece no tener la menor intención de visitar el pequeño museo del monasterio. Nosotros insistimos y entramos a verlo: Nada más esta exposición justificaría el viaje hasta un lugar tan lejano, porque alberga algunos de los mejores y más antiguos iconos bizantinos. Al salir del monasterio subimos por una loma para contemplarlo desde arriba. Al fondo, la población local se gana unos eurillos paseando turistas rusos en camello.

Montamos de nuevo en el Toyota de Suleimán (nos dice Ahmed que le llaman “el Schumacher del desierto”, y no es para menos). Después de unos kilómetros se sale de la carretera y, desierto a través, nos dirigimos hacia el “Cañón Blanco”. Según parece, se trata de la típica excursión de relleno para completar el día: Un paseo facilito por un cañón natural que atraviesa la llanura y llega al oasis del Ojo Verde (Ein Judra), donde nos espera un agradable refrigerio. Llegamos al sitio donde empieza la caminata, nos apeamos del coche y Suleimán se larga con viento fresco.

De modo que estamos solos, en medio del desierto, y me enfrento al reto de bajar un abismo como de 10 metros por una pared casi vertical y agarrado a una cuerda. Vértigo máximo y total. Es cierto que al final del precipicio existe una escalerilla que hace las cosas más fáciles, es cierto que Ahmed nos dice en todo momento dónde hay que apoyar pies y manos para no caer, es cierto que una vez iniciado el descenso descubro que aquello es como deslizarse por un tobogán... con la diferencia de que las paredes son de áspera piedra rugosa, y cuando llego al fondo tengo brazos y codos completamente desollados.

Ahmed nos asegura que después de aquello han acabado los tramos difíciles en nuestro recorrido. En fin, comenzamos a andar por el dichoso cañón. Muy bonito y tal, un estrecho pasadizo de piedra caliza muy blanca y reluciente. Al llegar a cierto punto hay que volver a hacer el cabra para bordear un nuevo precipicio. Llevo una botella grande de agua en la mano que me impide agarrarme a la pared, así que le doy un grito a Alfonso –que ya ha pasado el punto más peligroso- y le arrojo la botella. La pilla al vuelo pero en ese trance se le cae la cámara de vídeo, que salta de roca en roca y acaba descansando al borde mismo del barranco. Afortunadamente, Ahmed la recupera sin graves daños. Nuevo descenso en vertical y luego, rotos de cansancio, abrasados por el sol, unos dos kilómetros hasta llegar al oasis. Allí comemos en la tienda beduina de algún primo de Suleimán, un pic-nic semejante al del día anterior. Los primitos y primitas de Schumacher nos intentan (en vano) vender unas geodas bastante cutres.

Té moruno, sobremesa y otra vez al Toyota para un rally por el desierto a toda pastilla. Después de un rato largo trotando alegremente, subiendo y bajando dunas, salimos a la carretera y unas dos horas después estamos de nuevo en la frontera de Taba. Nos despedimos efusivamente de Ahmed y de Suleimán, lo cierto es que son buenos chicos y nos han tratado con auténtica simpatía. Esa noche dormiremos de nuevo en Eilat. Aprovechamos la tarde para pasear por la playa y hacer algunas compras en un centro comercial. Acabamos cenando en un restaurante “californiano de inspiración oriental” –según nos anuncia la pizpireta camarera. Es un chino, por más pijadas que se les ocurran. Eso si, superkosher: Allí no hay cerdo agridulce, ni gambas en fuente quemada. Pero la comida está muy buena y no sale demasiado caro.

13 agosto 2007

Oriente Medio - Diario de viaje (10)

Domingo 17 de junio. A las 8 en punto estamos en la puerta de las oficinas de Avis (justo debajo de nuestro hotel) para devolver el coche alquilado. Tomamos un taxi hasta la frontera con Egipto, y allí esperamos al contacto de la agencia de turismo con la que hemos contratado la excursión a Santa Catalina y el Monte Sinaí. Pasa el tiempo y el caballerete no acaba de venir. En el chiringuito playero en donde esperamos hay un tío vestido de paisano que empuña un subfusil con aires chulescos. Tiene una cara de tarado paranoico que da pánico. Llamamos desde el móvil a la agencia y nos dicen que el señor en cuestión nos ha ido a buscar al hotel. Pues que bien. El diferentemente capacitado nos mira con curiosidad y nosotros le miramos por el rabillo del ojo.

Tras resolverse la confusión, aparece el representante Vicente. Es un individuo bastante baboso, blando, sudoroso y gilipollas. No le da la gana cobrarnos en euros –sólo acepta dólares-, así que le tengo que dejar el número de mi Visa, cosa que no me gusta un pelo porque no me da ningún tipo de factura ni recibo. Nos advierte contra los egipcios –mala gente, ya se sabe, traidores y felones, no como los israelíes, honrados a carta cabal. Cruzamos la frontera sin problemas: Los policías egipcios tan sólo están interesados en saber si somos del Real Madrid o del Barça. Luego nos enteramos de que esa misma noche se ventila el título de liga –si señor, como típicos/tópicos mariquitas no tenemos ni idea de fútbol, ni nos interesa lo más mínimo (excepto en su aspecto meramente erótico, oh, Zidane!).

Al otro lado nos esperan Ahmed y Suleimán, el guía angloparlante y el conductor del todoterreno respectivamente. Ahmed viene de El Cairo, es joven, más bien bajito y rechonchete aunque muy fuerte. Viste vaqueros y una camiseta. Suleimán, también muy joven, es un auténtico beduino del desierto, alto, guapo y muy delgado, pura fibra. Luce con elegancia una chilaba blanca y lleva en la cabeza un turbante que de vez en cuando se retoca con coquetería. Nos montamos en el Toyota 4x4 nuevecito y nos ponemos en marcha. Durante unos pocos kilómetros, la carretera va bordeando la costa del mar Rojo. Vemos a lo lejos un castillo, algunos resorts de vacaciones a medio construir, playas calcinadas bajo el sol matutino. Luego la carretera gira de golpe y se adentra en la península del Sinaí, un perfecto desierto.

Dos horas y media más tarde llegamos a la zona de Santa Catalina, un conjunto de pequeñas poblaciones que dan servicio al turismo generado por el homónimo monasterio y el cercano monte Sinaí. Nuestro hotel fue bonito en algún tiempo triunfal, cuando hace más de veinte años fue inaugurado por el mismísimo presidente Mubarak. Ahora presenta un aspecto un poco triste y desvencijado, pero conserva un cierto atractivo salvaje con sus hileras de bungalows entre parterres de cactus. Dejamos los trastos en el hotel y comemos en un poblado beduino –suponemos son parientes de Suleimán, porque allí todo el mundo le conoce- bajo las pintorescas lonas de una tienda. Sorprendentemente, dentro se está fresco. El propio Suleimán se encarga de servirnos las bebidas –agua mineral embotellada muy fría- y una merendola compuesta de ensaladas, patatas fritas de bolsa y fruta en abundancia. Luego nos retiramos al hotel para una breve siesta.
A media tarde, Ahmed nos viene a buscar para subir al monte Sinaí. La montaña en cuestión no se llama realmente así –y no existe ninguna seguridad sobre el emplazamiento del lugar de donde bajó Charlton Heston para machacar a su gente con Diez Mandamientos grabados en mármol-, pero todo el tinglado turístico de la zona se basa en la mitología bíblica: Moisés y sus Tablas y la Zarza Ardiente y la Fuente que mana de la Roca y el Becerro de Oro y etcétera. Mientras comenzamos la ascensión por una agradable vereda, Ahmed habla y habla en su oscuro inglés nilóticothe monkes, the girles, the balestinian beoble, the bolish woman- y parece convencidísimo de que todo aquello es literalmente cierto.

Ahmed es un sincero creyente musulmán y bastante islamista además, pero a lo que realmente aspira es a vivir en Frankfurt como mantenido de un germano comesalchichas con posibles. Ahmed salió de El Cairo huyendo de una familia agobiante que pretendía concertarle una vida y una boda. Entiende como una burra y, de vivir en Madrid, no saldría de Chueca ni para ir a la mezquita los viernes. Pero no concibe un mundo en donde la libertad de mantener una conducta sexual alternativa se pueda situar por encima de las convenciones morales sociales y familiares. Contradicciones.

La subida hasta la cima del monte nos lleva no menos de dos horas y media de marcha a buen ritmo. Al principio hace mucho calor, pero en cuanto alcanzamos la vertiente sombreada, nos alcanza un viento serrano que nos hace tiritar, pues no llevamos ninguna ropa de abrigo. A mitad de camino descansamos tomando un nescafé en una chabolilla beduina pretenciosamente anunciada como “café”. Para entonces, Alfonso y Ahmed se han hecho superamigos y hablan de todo lo humano y lo divino –sobre todo de lo divino-, lo que me permite desconectar y sumirme en mi vibrante mundo interior. Más allá del café, el camino se hace difícil y acaba convirtiéndose en una aventura de cabras. Vértigo. Por fin llegamos a la cumbre: Grandiosas vistas panorámicas al sol del ocaso, unos pocos turistas occidentales del género místico y una ermita ortodoxa que, según Ahmed, construyó personalmente Santa Elena.

La bajada es chunga, por mi vértigo y porque –no acostumbrado a estos paseos- acabo perdiendo el control de las piernas y voy dando tropezones. Además, pronto se hace de noche cerrada y, aunque llevamos linternas, se hace difícil caminar por una senda irregular, llena de rocas y arenilla que te hace resbalar a cada paso. Casi me mato cuando Alfonso, en pleno éxtasis astronómico, me hace mirar hacia la impresionante noche estrellada. Al llegar al llano pasamos por delante de los muros del monasterio. Cipreses y palmeras. Todo tiene un aire onírico, surreal.


01 agosto 2007

Oriente Medio - Diario de viaje (9)

Sábado 16 de junio. Desayuno ligero y sesión de talasoterapia en el moderno super spa del hotel. El agua con burbujas sale a presión justo sobre ese punto de mi espalda!! Nunca antes había gozado tanto. Luego salimos en coche hacia nuestro siguiente destino: La turística ciudad de Eilat, en la costa del Mar Rojo. Son en realidad tres ciudades separadas por absurdas fronteras: Taba en Egipto, al sur, Aqaba en Jordania, más al norte, y Eilat en medio, aprovechando los escasos kilómetros de soberanía israelí sobre la costa.



La carretera atraviesa diferentes tipos de desierto: Con o sin rocas, blanco o rojizo. Escaso tráfico. A medio camino, paramos en el parque Timna, un conjunto de atracciones turísticas en torno a los restos de lo que fueron minas de cobre explotadas por los egipcios en la época de los faraones. Impresionantes paisajes marcianos y alguna ruina egipcia de menos valor.

A media tarde llegamos a Eilat. Sorprende encontrar un pequeño aeropuerto en el centro de la ciudad, centro turístico a medio camino entre Torrejón de Ardoz y Dubai. Urbanismo desordenado al mejor servicio de las cadenas hoteleras. Nuestro hotel es un poco cutre, un poco anticuado, un poco lejos de la playa. Pero sirve. Dejamos las cosas y salimos a pasear.

Aquí el descanso sabatino no se respeta mucho. Abundante turismo ruso, aunque es difícil diferenciar entre turistas llegados del extranjero e inmigrantes con residencia en Tel Aviv o Jerusalén. Tras un gran centro comercial, la playa y lo que podría ser un paseo marítimo si no fuera por el agobiante mercadillo que impide la visión del mar. Más allá de la ría que atraviesa el centro, la cosa mejora un poco porque los hoteles son de los caros. Y a medida que nos acercamos a la frontera con Jordania, los edificios son más modernos y ostentosos, de inspiración Mil y Una Noches con un toque Miami. Tiendas de marca y restaurantes monos. Cenamos en uno de cocina oriental, un wok cualquiera.