30 abril 2007

Kenia - Diario de viaje (y VII)


7 de abril. Viaje en furgoneta de Masai Mara hasta Nairobi por esas carreteras con las que Dios ha castigado a los kenianos por algún terrible pecado. A veces se ven más animales salvajes fuera que dentro de las reservas. Grandes manadas de elefantes, jirafas y búfalos nos acompañan durante el primer tramo de nuestro recorrido por el valle del Rift, una gran falla geológica que acabará siendo el fondo del océano en unos diez millones de años. Dicen que aquí nació la Humanidad cuando un cambio climático –producido seguramente por la propia formación el valle- transformó la selva en sabana y los simios de la zona tuvieron que bajar de los árboles y encaramarse sobre sus patas traseras para sobrevivir.


Llegamos al borde oriental del valle y ascendemos por una carretera de montaña que construyeron prisioneros de guerra italianos durante la II Guerra Mundial. Paramos en lo alto, en un mirador con hermosas vistas y una horda de vendedores de baratijas. Nuestros amigos de la otra furgoneta nos cuentan que han hablado largo y tendido con Simón. Parece ser que tiene ideas un poco... ¿anticuadas? sobre el papel de la mujer en la sociedad. Y se mesa los cabellos enloquecido cuando le confirman que en España la ley ampara el matrimonio entre personas del mismo sexo. Todos comentamos después que eso es sorprendente porque el buen hombre –por muy casado que esté- tiene una pluma exagerada, vaya. Pero lo más gracioso es que está convencido de que España es un país gobernado por los masones. ¿Se lo contó Pocholo –que lo pudo oír de pequeño durante alguna fiesta infantil en El Pardo- o algún reciente turista lector de César Vidal?. Nunca lo sabremos.

Llegamos a Nairobi. Aunque está rodeada de interminables barrios de chabolas, el centro de la ciudad es muy moderno y ostentoso, como suele ocurrir en muchas capitales del tercer mundo. El problema habitual: Hay riqueza de sobra, pero está fatal repartida. Comemos en el restaurante The Carnivore, todo un clásico que hasta hace poco era famoso por servir carne de animales salvajes: jirafa, cebra, antílope... Desgraciadamente para nosotros –y afortunadamente para esos animalitos-, la caza está absolutamente prohibida en Kenia y ya sólo te ponen en el plato cosas normales como pollo, vaca o cerdo. Bueno, hay albóndigas de avestruz y otra cosa desconocida. El camarero dice que es cocodrilo. Lo probamos y nos parece más bien algún tipo de pescado. Después de comer visitamos la casa de Karen Blixen en las afueras de la ciudad. Yo tenía una granja en África y todo eso. Es un barrio de grandes mansiones rodeadas de jardines perfectamente cuidados. La casa es curiosa pero no mata, la mayor parte del mobiliario son reconstrucciones realizadas para la película. Los jardines son muy bonitos y están llenos de japoneses haciéndose fotos. A continuación, visitamos el Centro para la Protección de las Jirafas, un tingladillo turístico donde puedes ver de cerca a estos animales e incluso darles de comer en la mano. Muy divertido por ver las caras de asco que pone la gente cuando la rugosa lengua de la jirafa pasa por la piel. Compramos algunos regalos para la familia en la tienda de souvenirs, menos horrorosos y más baratos que los de las tiendas de carretera.

El viaje acaba aquí y este relato también. Tan sólo me falta explicar que he viajado a Kenia un poco a rastras porque nunca me han llamado la atención los animales salvajes. De pequeño odiaba a Félix Rodríguez de la Fuente y me aburría soberanamente cuando me llevaban al zoo. Sin embargo, tengo que reconocer que ha sido un buen viaje, siempre divertido y espectacular a veces. Y ha sido un buen viaje gracias sobre todo a la grata compañía de mi pareja y de mis amigos, a quienes desde aquí quiero saludar con un caluroso ¡¡Yambo, Bwana!!


Kenia - Diario de viaje (VI)

6 de abril. Salimos de safari antes del amanecer, con tan sólo un café bebido en el cuerpo. Vemos jirafas. Un chacal. De pronto, el chivatazo radiofónico: En cierto lugar hay una manada de leones comiéndose a un búfalo. Gran estampida de furgonetas por la sabana y concentración de cámaras en torno al suceso del día, como paparazzi persiguiendo a una selvática familia real. Son animales tremendos, emblemáticos, dignos de figurar rampantes en los más nobles blasones.

Pasamos allí un rato largo viéndoles disfrutar el regio festín y luego marchamos en busca de nuevos trofeos. Avestruces marchando en formación, cruzando la carretera en fila de a dos. Un leopardo camuflado en la copa de un árbol, dormitando a la espera de su hora punta, la noche. Cebras. Una gueparda -¿se dice así?- amamantando a sus cachorros. Estoy cansado y vuelvo a tener problemas de alergia. Lloro sin parar. Volvemos al hotel y después del desayuno, casi todos se apuntan a una visita al poblado de los masai. Yo me quedo leyendo y descansando, poco interesado en cuestión de trajes regionales y danzas típicas. Además, mis tripas siguen molestando y empiezo a creer que la culpa la tiene el dichoso Malarone. Por la tarde hacemos otro safari: Más leones, acacias solitarias, grullas coronadas. Cuando vamos de regreso al hotel, Simón señala un punto en lo alto de una colina. Vemos gente y una furgoneta, debajo de una gran acacia. Simón explica que están allí para alimentar a un león viejo que no puede ya cazar. Es broma, claro, y al llegar más cerca nos damos cuenta del engaño. Se trata de una sorpresa que Alfonso ha querido ofrecernos como despedida: Un catering con la cena en medio del monte, contemplando una espectacular puesta de sol. Tomamos vino sudafricano y unos pinchos surtidos mientras el cielo medio nublado va registrando todos los posibles tonos del ocaso. En este preciso momento es cuando me rindo a la evidencia: África merece la pena!


26 abril 2007

Kenia - Diario de viaje (V)

5 de abril. Interminable trayecto en furgoneta desde Nakuru hasta la reserva de Masai Mara, al sur del país, ya en la frontera con Tanzania. Por el camino hacemos una parada en el lago de Naivasha: Paseo en canoa por el lago para ver hipopótamos, pelícanos y otros bichos. Hace un día precioso y el paisaje es una maravilla, pero bajo mis gafas de sol se mezclan el Relec con la crema solar (factor 30) y me pongo a lagrimear como loco, así que disparo la cámara una y otra vez sin ver bien lo que hago. Milagrito que haya salido algo como la foto de arriba. Seguimos camino por carreteras lamentables (cuando existen, porque muchas veces son sólo sendas de tierra mal definidas) hasta Narok, un feo poblachón que parece ser el centro comercial de la zona. Nuestro guía afirma que allí hay mucho dinero, pero la verdad es que no se ve por ninguna parte. Allí empieza la pista llena de baches que lleva a Masai Mara. Las furgonetas están equipadas con amortiguadores especiales a prueba de socavones y brincan alegremente. De vez en cuando mi cabeza choca contra el techo y a esas alturas tengo el trasero cuadriculado. Al llegar al hotel, comemos rapidito y salimos enseguida a ver más animales: Leones, elefantes, hienas, avestruces, bambis de todas clases... Cena, cervezas, Malarone. Las habitaciones del hotel son muy chulas: Como en el caso de Samburu, están distribuidas a lo largo de un gran jardín tropical en medio de la selva, pero en este caso no se trata de bungalows, sino de grandes tiendas de campaña instaladas bajo una techumbre de construcción y con un cuarto de baño adjunto también de ladrillo. La decoración es austera pero de buen gusto y la cama, enorme y muy cómoda.


25 abril 2007

Kenia - Diario de viaje (IV)


4 de abril. Largo y pesado viaje en furgoneta hasta el lago de Nakuru. Pasamos por el punto geográfico exacto en donde se cruza el ecuador. Allí hacemos una parada. Un paisano nos hace una demostración del efecto de Coriolis con ayuda de una pajita (en el buen sentido de la palabra) y unas palanganas de plástico. A continuación nos invita a entrar en la tienda de souvenirs adjunta, en donde nos hacen unos certificados de haber cruzado el ecuador (horrorosos, pero ¿quién no los compra después del trabajo que se ha tomado el hombre?). Durante muchos kilómetros de carretera vemos a nuestra izquierda las vallas de una finca privada: Se trata de un enorme rancho, propiedad de la familia real británica. Por alguna curiosa circunstancia propia del proceso descolonizador, los grandes terratenientes del país siguen siendo blancos y mayormente británicos. Pasamos por la ciudad de Nakuru, una fea aglomeración de industrias contaminantes y chabolas de hojalata que a punto ha estado de acabar con el ecosistema de la zona. Poco después llegamos a nuestro destino, la reserva natural del lago Nakuru. Es un parque protegido alrededor de un gran lago de agua salada. No tiene peces, pero si algas y un montón de plancton que alimenta a la mayor concentración de flamencos que alguien pueda imaginar. Desde kilómetros se distingue una mancha rosada en torno al lago: Son cientos de miles de estos pájaros airosos y zancudos. El efecto al atardecer es fantástico, surrealista. Paramos en nuestro hotel, el Lion Hill, a la hora de comer. Estoy hambriento por mi dieta del día anterior, pero hemos llegado muy tarde y en el bufé apenas queda nada interesante. Después de una frugal colación salimos en furgoneta para ver los flamencos y otros animales: Jirafas, rinocerontes, etc...


A veces se produce una aglomeración de furgonetas –como un atasco en la M30. Pero el paisaje es precioso, con arboledas rodeando el lago y suaves colinas al fondo. Una temperatura ideal, una luz mágica. Terminamos la visita subiendo a un mirador con vistas panorámicas del lago y de toda la región. Cena, cervezas y Malarone.


24 abril 2007

Kenia – Diario de Viaje (III)


3 de abril. Nos levantamos a las seis de la madrugada y nos ponemos en camino con un café bebido. Más elefantes, gacelas, jirafas y por fin... leones!. Están tumbados, medio dormidos. Esperamos hasta que uno de ellos levanta la cabeza y podemos sacarle una foto vistosa. Nuestro guía dice que, aunque no lleve melena, es un león macho. Un poco mariquita, me parece a mi. Más bichos, vuelta al hotel y desayuno pantagruélico. El grupo sale de nuevo de excursión a visitar un poblado de la tribu samburu. Yo me quedo en el hotel porque mi estómago –y mis intestinos- empiezan a darme problemas. Leo un rato y escribo algo en el diario, sentado en el porche del bungalow. Ante mi, un jardincillo con grandes árboles. Van pasando familias de monos juguetones. Un pájaro azul eléctrico bebe agua en un cuenco de piedra. Más allá, el río y un abrevadero donde se duchan los elefantes. Vuelven los de la visita turística, bastante impresionados por el nivel de basura y de aculturación que han podido observar. Por la tarde, otro safari fotográfico hasta el oasis de Buffalo Springs. Sigo con retortijones, así que no he comido y tampoco ceno apenas. Y a la hora de las cervezas, me tomo un té. Los ingleses trajeron aquí sus costumbres, asi que en Kenia se cultiva un té excelente. Tampoco el café de aquí está mal. Interesante discusión de sobremesa sobre el futuro de los samburus: Algunos se quejan de la suciedad y la falta de higiene. Viven en un auténtico estercolero. Esther dice –y tiene mucha razón- que nuestras exigencias de higiene son absurdas en un lugar en donde hasta el agua es un lujo. Ellos son felices así, con sus tres vacas llenas de moscas, sus niños con mocos y su olor a sobaquina. Vale, digo yo, pero si esta gente no se espabila y se adapta al mundo globalizado –tienen una oportunidad de oro con el turismo-, el mundo globalizado les marginará y machacará y acabarán recogiendo basura en los suburbios de Nairobi. No sé.

18 abril 2007

Kenia - Diario de viaje (II)


2 de abril. Desayuno opíparo (definitivamente, la comida del Mountain Lodge es la mejor del viaje). Subimos a las fregonetas y nos ponemos en camino a Samburu, con breves paradas para pis y gasolina. Atravesamos todo tipo de climas y vegetaciones, que se suceden una a otras con pasmosa rapidez. Hay zonas de montaña con campos de trigo y bosques de abetos, predesierto con cactus gigantes y, según nos acercamos a Samburu, el paisaje se convierte en un auténtico secarral, adornado tan sólo por arbustos zarrapastrosos y acacias resecas. Calor agobiante, carreteras polvorientas. Cuando llegamos, estoy en pleno bajón. El hotel es de un estilo parecido a los de “Caribe Todo Incluido”, con un edificio central que alberga recepción, comedores, etc..., y pequeños bungalows para las habitaciones a lo largo de un jardín que mira al río. Mosquitos. Vegetación semi selvática. Elefantes bebiendo agua en la orilla opuesta del río. Unos carteles advierten contra la plaga de monos pequeños y amarillentos, parece ser que muerden. En las terrazas del restaurante hay tirachinas a disposición del personal para hacer puntería con los simios. Nuestra habitación tiene dos camas diminutas cubiertas por agobiantes mosquiteras. Levanto la colcha y me encuentro un ciempiés. Lo pulverizo todo con insecticida. Alergia al olor del spray. Estoy que trino –y Alfonso, supertenso, porque piensa que le hago responsable de todo lo que no me gusta de África. Pero después de comer salimos de safari en las furgonetas y la cosa mejora: A medida que cae la tarde y la luz desciende de intensidad, las cosas recobran sus formas y los colores sus matices. El río de aguas terrosas recorre toda la reserva y en torno suyo crece una vegetación exuberante. Más allá, praderas con acacias, colinas de formas caprichosas. Un ejército de furgonetas con turistas recorre la sabana en busca de la foto ideal. Los coches están conectados entre ellos por radio y se van dando chivatazos para localizar las distintas piezas. En este primer paseo vemos multitud de elefantes, jirafas, antílopes, gacelas, cebras, monos... El guía nos informa del nombre de cada bicho pero nosotros (en nuestra tremenda ignorancia y para simplificar) les asignamos nombres de la galaxia Disney: Los elefantes son todos Dumbo, los leones, Simba, cualquier cérvido es Bambi y algo que se parece a un jabalí, Pumba. Hago cientos de fotos y regresamos al hotel exaltados. Cenamos, un brandy, Malarone y a dormir. Entonces me enfrento a mi legendaria insectofobia, descubriendo que no era para tanto: El insecticida y los distintos repelentes parece que funcionan. Alfonso sale a dar un paseo romántico a la luz de la luna llena y vuelve chillando, en pleno ataque de nervios: Le ha caído encima una rana viva!!

16 abril 2007

Kenia - Diario de viaje (I)


30 de marzo. Salgo de trabajar a las tres. Metro y autobús hasta la T4. Facturamos, como tres sandwiches de Rodilla y vuelo a Bruselas. Breve parada en el hotel Floris Avenue (pequeño y no muy caro, pero bonito y confortable) para dejar los bultos, y cena para seis en Chez León. Nos ponemos ciegos a base de mejillones, patatas fritas y cerveza Grimberger. Tomamos nuestra primera dosis de Malarone, medicamento preventivo de la malaria que nos han recomendado en Sanidad.

31 de marzo. Madrugamos. Vamos andando desde el hotel hasta la estación Central, atravesando la Grand Place, que a esas horas está semi-desierta. Tren al aeropuerto. Ya somos ocho y embarcamos. Largas horas de vuelo, con escala en Kigali (Ruanda) sin bajarnos del avión. Llegada a Nairobi, control de pasaportes, recogida de equipajes. A la salida nos esperan los que van a ser nuestros guías y conductores de las furgonetas en las que haremos el recorrido: Jorge y Simón. En realidad no se llaman así, han castellanizado sus nombres para sus clientes hispanos, entre los que –parece ser- se encuentra Pocholo Martinez-Bordiú (¡!). Hablan español bastante bien, dicen que aprendieron en el colegio. Nos dejan en el hotel The Stanley, una reconstrucción moderna de aquél en el que se alojaba Hemingway. Unas cervezas Tusker de última hora con el Malarone y a la piltra.

1 de abril. Desayuno ligero y viaje en furgoneta –una especie de Nissan Vanette tuneada- hasta el parque nacional del Monte Kenia. Clima agradable, suburbios, carreteras llenas de gente, mucha actividad. Simón nos hace un breve resumen de la actualidad político-social: Parece ser que el gobierno del presidente Kibaki es la pera: Carreteras nuevecitas, disminuye la corrupción, la paz y la armonía reinan entre tribus, etnias y confesiones religiosas... En Kenia, hakuna matata (ningún problema). Poco antes de llegar a nuestro destino el paisaje se hace selvático, muy frondoso, verde y espeso. Nuestro hotel está emplazado en medio de ese bosque tropical. Comida y paseo por la selva con guía y guarda de seguridad armado hasta las cejas. El guía se llama Vincent, es un hombre ya mayor que habla en un inglés pausado y rimbombante, como escuchándose a si mismo. Se enrolla muchísimo y tarda horas en explicar cualquier nimiedad, pero el paseo resulta divertido y el entorno es precioso. Nos dan de merendar té o café con bizcochos en un claro del bosque, mientras nos cuenta el origen del nombre del país: Cuando los primeros exploradores británicos llegaron a la zona, preguntaron a los nativos cómo se llamaba ese monte tan alto y nevado (es el segundo más alto de África, después del Kilimanjaro). Los lugareños contestaron “Kii-Nya” (pronunciado Kiña), es decir, “el monte de las avestruces”. Cuando los ingleses dividieron su colonia (British East Africa) en varios países independientes, dieron a éste el nombre del monte con grafía anglosajona: Kenya. En swahili las vocales se pronuncian a la española, así que los kenianos llaman ahora a su propio país algo que se pronuncia como “Keña”. Regresamos al hotel. Nuestras habitaciones dan a una gran charca que sirve de abrevadero a multitud de animales salvajes. Mientras descansamos o tomamos unas cervezas en la terraza vemos llegar búfalos, antílopes, mangostas y los horrendos marabús. Pena de pájaro, quién diría que el glamour de la Dietrich y de tantas otras se apoyaba en las plumas de este bicho repelente y carroñero. Cena temprana e infusión en la terraza, viendo salir la luna llena, enorme.