30 julio 2007

Oriente Medio - Diario de Viaje (8)

Viernes 15 de junio. Salimos temprano de Jerusalén en dirección al Mar Muerto. La carretera atraviesa un paisaje desértico e irreal, como el planeta Marte en la película de Schwarzenegger. Es el lugar más profundo de la Tierra, a 400 m. bajo el nivel del mar. Y es parte del Valle del Rift, la enorme falla geológica de la que ya hablé en otro post de viajes. Primera parada en el parque arqueológico de Masada, las ruinas del palacio-fortaleza que Herodes (el amigo de los niños) construyó en lo alto de una montaña de difícil acceso. El lugar se hizo famoso por la resistencia numantina de zelotes y sicarios, judíos sublevados contra Roma alrededor del año 70 de nuestra era. Y ahora es todo un símbolo patriótico para los israelíes, que se consideran herederos directos de aquellos héroes suicidas. Mucho calor. Muchos japoneses. Lo que más impresiona es el paisaje –y la extraña idea de edificar aquí un palacio.

Retrocedemos 18 km. por la misma carretera para darnos un baño en la playa de Ein Gedi. Aspecto decadente, sombrillas abandonadas. La playa es minúscula y de piedras. Un grupo de jubilados latinoamericanos hace olitas en la orilla. Bueno, hay que probarlo todo en esta vida, así que me unto con un kilo de crema solar factor 200 y me meto en el agua. Floto demasiado, de manera que se hace imposible nadar hacia delante. Como hace tanto calor, se me ocurre meter la cabeza dentro del agua. ¡En qué momento!. De pronto, me escuecen los ojos como si aquel líquido fuera lejía y no agua salada. Tengo fuego en la mirada. Los hispanos de la orilla se dan cuenta y me gritan que eso que acabo de hacer es una locura, que me duche corriendo con agua del grifo. Eso hago. Una segunda inmersión resulta más placentera, y me deja la piel tersa y suave cual culito de bebé.

Comemos en el autoservicio de un chiringuito adjunto a la playa y seguimos viaje hacia Ein Bokek, un conjunto de hoteles y resorts playeros al borde del extremo sur del Mar Muerto. Edificios feos que recuerdan al Benidorm de los años setenta. No hay un pueblo, un sitio donde pasear. Llegamos a nuestro hotel y descansamos un rato. Es viernes por la tarde y por lo tanto está a punto de comenzar el Shabat.

El lugar y los turistas que lo ocupan –casi todos son inmigrantes de origen exsoviético- no parecen muy proclives a las prácticas piadosas, pero por si acaso reservamos una mesa en el restaurante del hotel y a las ocho y media estamos cenando. Cuando abren las puertas del comedor, una horda de turistas hambrientos se abalanza sobre el bufé. ¡Qué estrés de gente!.

Oriente Medio - Diario de Viaje (7)

Jueves 14 de junio. Nos levantamos algo más tarde. Desayuno –rodeados de peregrinos latino americanos- y salimos de vuelta a la ciudad vieja. En el barrio judío, visitamos los residuos del antiguo cardo romano, convertido en un bazar de souvenirs. Un escaparate nos permite contemplar el indisimulado deseo de algunos extremistas: La maqueta de un hipotético tercer templo de Jerusalén, que vendría a sustituir, en lo alto de la explanada, al actual conjunto de edificios islámicos. Museo Wohl de arqueología: Alberga varios restos de la ciudad romana, aparecidos durante recientes excavaciones. Museo de la Casa Quemada: Lo mismo, pero con una peliculilla o audiovisual que nos hace ver lo malísimos que eran los romanos y lo que hacían sufrir a los pobres judíos. Propaganda. Uno llega a simpatizar sinceramente con el bueno de Poncio Pilatos y hasta con el mismísimo Tito. Visitamos también el museo Old Yishuv, recreación de una casa judía típica en diferentes épocas de la historia. Curioso, sin más.

Un café y al Muro de las Lamentaciones. Hoy es alguna festividad religiosa y hay una multitud celebrando allí un rito importante: Cuando un niño judío alcanza los 13 años –y siempre que le hayan salido dos pelitos en el pubis- se dice que es “Bar Mitzvah”, o sea, adulto y responsable de sus actos ante su comunidad. Lo mismo para las niñas, pero con un año menos (ya se sabe que ellas son más espabiladas). Para celebrarlo, sus familiares le organizan una especie de Primera Comunión o Quinceaños con mucha fiesta y colorido típico. Y eso es lo que hoy estamos viendo. Las mujeres a un lado, separadas de los varoncitos por una verja y todos con unas pintas rarísimas, cantando, comiendo y soplando una especie de cuernos de cabra. Pintoresco. Luego visitamos el conjunto de antiguas sinangogas sefardíes, reconstruidas después de 1967 (previamente los jordanos se habían encargado de arrasarlas). Son bonitas y curiosas, aunque han perdido el encanto de lo original. Para entrar nos ponen una kipá en la coronilla.

Retrocedemos hasta el barrio armenio y visitamos el museo de esta importante comunidad cristiana, en la segunda planta de una antiguo monasterio. Muy cutre pero curiosísimo. Y aquí creo necesario destacar el escaso o nulo conocimiento que en España tenemos de las sectas orientales del cristianismo: Armenios, coptos, siriacos, maronitas... Residuos de herejías primitivas, impensables en un Occidente monopolizado por el Vaticano. Durante siglos, el Islam no impidió el desarrollo de tales comunidades en su propio seno. De hecho, los cristianos orientales solían alcanzar importantes posiciones en la administración y el comercio durante el dilatado periodo otomano. Hasta la Gran Guerra de 1914, que hizo estallar en pedazos el añoso y decadente imperio, desencadenando además un monstruo terrible: El nacionalismo turco. Los armenios fueron considerados de pronto una amenaza. Perseguidos y exterminados hasta el genocidio, los supervivientes huyeron de Anatolia. Muchos se refugiaron en la Palestina recién conquistada por los británicos o en el Líbano de administración francesa.

Comemos ricas falafel en la terraza de un café y entramos en una tienda del barrio cristiano buscando un encargo. El dependiente es un señor anciano que habla un correcto español. Tienen todo tipo de souvenirs para el viajero piadoso, a destacar unos sets multiproducto con agua del Jordán, aceite del Huerto de los Olivos, tierra del Gólgota e incienso para perfumarlo todo. Nueva y rápida visita al Santo Sepulcro, haciendo tiempo hasta las tres de la tarde, hora en que se abre al público la iglesia armenia de Santiago. Muy recomendable, por la ornamentación recargada, lo exótico del ceremonial y la belleza de los cánticos. Por otra parte, los curas armenios –hay unos diez concelebrando la misa- son todos jóvenes y guapísimos.

Siesta en el hotel y retorno al centro, entrando por la puerta de Damasco. En el barrio musulmán se nota un ambiente tenso, muchas patrullas de la policía y el ejército (esa noche nos enteramos por los noticiarios de la tele de que en Gaza ha triunfado la revuelta de Hamás contra el gobierno de la Autoridad Palestina). Nos desviamos hacia el barrio cristiano, pero nos perdemos un poco y unos niños árabes nos indican la salida. No es gratis, nos piden dinero. Ni de coña. Salimos de la ciudad antigua y tomamos unas cervezas en la terraza del YMCA, muy agradable a esa hora. Parece que estés a años luz de cualquier conflicto. Cenamos por allí, en un pequeño restaurante No-Kosher. Comida europea y público de aspecto “normal”.


23 julio 2007

Oriente Medio - Diario de Viaje (6)

Miércoles 13 de junio (continúa). A eso de las cinco y media volvemos a salir hacia el Huerto de los Olivos y Getsemaní. A ver si vemos a Camilo Sesto por allí. Llegamos andando, rodeando la muralla por su lado Norte y hacia el Este. Pasamos por delante de la Puerta Dorada, permanentemente cerrada y que –según la tradición judía- sólo se abrirá con la llegada del Mesías en el fin de los tiempos. Vemos un par de iglesias ostentosas brillando al sol de la tarde. Una ortodoxa rusa –la de Sta. María Magdalena, construida por el zar Alejandro III a finales del siglo XIX con inconfundibles cúpulas en forma de bulbos- y otra católica –la basílica de la Agonía, ya del siglo XX, de estilo ecléctico tirando a neobizantino.

Al otro lado de la carretera hay un parque con importantes restos arqueológicos, grandes tumbas del periodo helenístico, mausoleos excavados en la roca. En las laderas del monte se extiende un enorme cementerio judío. Comenzamos a subir por la empinada cuesta con vistas espléndidas de la ciudad al atardecer. Ya en la cumbre, tomamos unas cervezas en la cafetería del hotel Siete Arcos mientras esperamos la hora de la puesta de sol. Contemplamos desde la colina las poderosas murallas, las flamantes cúpulas, los torreones y minaretes. El adjetivo “bíblico” adquiere todo su significado. Cuando llega el momento, nada más desaparecer el último rayo tras el horizonte, suena la llamada a la oración de los musulmanes. Desde lo alto de cada mezquita, repetida y amplificada hasta el infinito, la plegaria se cierne sobre la ciudad doliente casi como una amenaza, casi como un somnífero.



Regresamos al centro atravesando el barrio judío –muy reconstruido, pues durante el periodo 1948-1967 los jordanos que ocupaban Jerusalén Oriental se encargaron de machacarlo minuciosamente. Luego salimos del casco histórico para cenar en un restaurante argentino. El segurata de la entrada nos hace un escaneo en profundidad. La camarera se esfuerza por resultar muuuy simpática. Insiste en que acompañemos la carne con salsa “shimishurri”. De fondo, música mexicana. En fin, todo está muy bueno y resulta apañado de precio.

Al salir, de vuelta al hotel, un pequeño error de cálculo al mirar el mapa nos despista y nos metemos sin querer en el barrio de Mea Sharim, el distrito de los judíos ultra-ortodoxos. Algunos de ellos son tan integristas que ni siquiera reconocen el Estado de Israel por considerarlo una forma de idolatría. Cuando queremos darnos cuenta estamos en todo el cogollito, rodeados de fulanos con levita, sombrero negro y tirabuzones. Un amable rabino se da cuenta de nuestro despiste y nos indica la dirección del hotel. Caminamos hacia allí por una calle sucia y tenebrosa. Grupos de integristas nos miran pasar, no sé bien si irritados o muertos de risa. En medio de la calzada están ardiendo hogueras, hay gente congregada en las esquinas. Nos hacemos los suecos y seguimos andando hasta llegar a la avenida que señala el límite del barrio. Allí espera mucha gente, cámaras de televisión, la policía. Llegamos a la conclusión que hemos atravesado algún tipo de protesta vecinal. Luego, en el hotel, veremos en la tele imágenes del suceso sin llegar a comprender su significado.

¡Ciudad de locos!

17 julio 2007

Oriente Medio - Diario de Viaje (5)

Miércoles 13 de junio. Nos levantamos muy temprano, desayunamos en el hotel y entramos en la ciudad vieja por la puerta de Damasco, que conduce inmediatamente al barrio musulmán. A esa hora las calles del zoco están casi vacías, sólo algunos comerciantes abriendo sus tiendas de frutas y verduras, carritos de reparto que acarrean mercancías. Tengo la sensación de haber traspasado el umbral del espacio-tiempo y encontrarme en plena Edad Media –no importan las tiendas de electrónica o los carteles con reivindicaciones políticas, todo indica que Saladino en persona puede aparecer en cualquier momento a la vuelta de la esquina.


Tratamos de llegar a la explanada de las mezquitas, que sólo dejan visitar a primera hora del día. Todos y cada uno de los callejones que llevan hasta allí terminan en una puerta cerrada y vigilada por soldados israelíes. Nos indican que debemos entrar desde la plaza que da al Muro de las Lamentaciones. Así lo hacemos: tras pasar un control de seguridad, ascendemos a la explanada por una rampa, una especie de pasillo forrado de madera por todas partes. Sólo algunas rendijas permiten vislumbrar la plaza de abajo. El pasadizo acorazado tiene su razón de ser: Los judíos ultraortodoxos se dedicaban a tirar piedras a los turistas que osaban hollar el suelo sagrado del antiguo Templo de Salomón (qué majos). Vemos grandes carteles que advierten al judío practicante sobre la estricta prohibición impuesta por sus jefes religiosos para acceder al lugar.


La explanada. La Cúpula de la Roca y la Mezquita de Al-Aqsa. Hay pocos lugares en el mundo que presenten este delicado equilibrio entre poderío y espiritualidad, lujo y belleza. La mezquita, de marmol blanco y elegante sencillez, se enfrenta a la cúpula –en un nivel ligeramente superior- suntuosa, dorada y azul. Aúrea media naranja sobre un octaedro de azulejos. Rodeada de jardines bien cuidados, pórticos con columnas y capiteles bizantinos, fuentes y templetes. Sólo unos pocos turistas asombrados, la mayoría japoneses.


Salimos hacia la Vía Dolorosa y la puerta de los Leones o de Saladino. Cerca de allí, la iglesia de Santa Ana, una de las pocas que se conserva de la época de las Cruzadas. En el mismo recinto se pueden visitar una cisterna de época romana y los restos de una basílica bizantina. Según la tradición, es el lugar donde Jesús realizó no sé qué milagro, sanando a un paralítico. Pero antes ya era lugar de culto a Serapis o a Esculapio, dioses curanderos. Nada es original, todos han copiado a todos en esta ciudad de memorias superpuestas.

Nos internamos después en el barrio cristiano. Ante una capillita armenia, observamos la figura estática de una monja. De lejos parece un maniquí del Corte Inglés o una figura de cera, una estilizada Barbie Mística. Tenemos que acercarnos mucho –casi la llegamos a tocar- para comprobar que es de carne y hueso. Está en éxtasis, parece una estampita. Seguimos hacia el Santo Sepulcro y, por el camino, nos cruzamos con un grupo de peregrinos españoles (marujas y jubilados) que van rezando las estaciones del Via Crucis. Entre estación y estación, animan el cotarro con sus píos cánticos. En las tiendas de souvenirs se ofrecen crucifijos, rosarios, coronas de espinas...


El Santo Sepulcro. Una aglomeración de templos, iglesias y criptas construídas unas sobre otras. Católicos, ortodoxos, armenios, siriacos, coptos y etíopes comparten espacios según un complicado protocolo que regula ceremonias, atribuciones y horarios. Y aquí sólo están las sectas de rancio abolengo: Protestantes, luteranos y herejes diversos se han quedado fuera –menos mal, sólo nos faltaban estos parvenú-, en otra iglesia cercana.


Predominan los turistas europeos y americanos. Todo lo quieren ver y tocar, sobre todo la losa de marmol sobado que hay a la entrada, rodeada de lámparas y farolillos. Desprende una especie de rocío aceitoso que palpan con unción, esperando algún milagro. En una recargada capilla -sobre una roca que afirman es el mismo Gólgota- volvemos a ver a sor Barbie, otra vez transida de dolor divino (o serán esas hemorroídes que no le dejan vivir?). Llegamos a la Aedícula, el cogollito, el mismo panteón que aloja la tumba del Cristo. Hay que hacer cola para entrar y un pope ortodoxo regula el tráfico, ya que sólo pueden entrar seis personas al mismo tiempo por una abertura estrecha, de la altura de un niño de siete años. Un agobio, vaya. Entro y no veo nada de particular: Una losa sin inscripciones y encima unos candelabros dorados. Claustrofóbico perdido, salgo corriendo.


Unos cafés, mucha agua y seguimos nuestro camino. Iglesia de la Dormición de la Virgen, neorománica (del 1910) pero bastante bonita y armoniosa, con una cripta digna de una peli de terror. En la tienda venden velas arcoiris, muy gay. Justo al lado, el Cenáculo de la Última Cena (un salón gótico en realidad) y me pregunto si cocinaron allí mismo o les trajeron el catering. También allí se puede visitar la Tumba del Rey David, anunciada como “templo ecuménico por la paz”. Una birria. No cobran entrada pero al salir exigen un donativo. Como no damos un duro, el encargado de la puerta se pone a gritarnos cosas terribles en arameo.


Vuelta al hotel y siesta.

16 julio 2007

Oriente Medio – Diario de Viaje (4)


Martes 12 de junio. Alfonso recupera su móvil. Lo tenía el guarda de seguridad del hotel. Lo había encontrado la víspera y no había dicho nada en Recepción (esperando probablemente que su dueño no advirtiera la pérdida y poder llamar así repetidas veces a su primo el de Melbourne). En coche hasta Nazaret. Breve visita a la iglesia de la Anunciación. De construcción moderna, por fuera tiene un pase, pero por dentro es horrenda, llena de imágenes de la Virgen obra del afamado Maestro del Payasete Que Llora. Leo en la wikipedia que fue consagrada en 1964 por Pablo VI. Realmente, qué bajo ha caido el nivel estético de la Iglesia Católica tras el Vaticano II...

Seguimos hacia Jerusalén. No vamos por la autopista de la costa, sino por una carretera que sigue el valle del Jordán. Esto quiere decir que atravesamos todo el tiempo territorio de Cisjordania. Nos han advertido en el hotel que ni se nos ocurra salirnos de esa carretera para internarnos en alguna de las ciudades de la Palestina ocupada. Los niños tiran piedras a los coches con matrícula amarilla israelí. Qué ricos. Comemos en un McDonnald’s de gasolinera. La simpática empleada pone su mejor sonrisa picarona cuando nos pregunta si queremos queso en nuestro quarterpounder. ¿Incitándonos al pecado?.


Parada en las ruinas de la antigua Beit She’an o Escitópolis. De inmemorial fundación, alcanzó su esplendor durante el periodo helenístico, formando parte –con Damasco, Gerasa y Filadelfia (la moderna Ammán)- del grupo de ciudades de la Decápolis. Para los griegos había sido el refugio infantil de Dionisos, patrón de la ciudad. A despecho del dios, nos hacemos con botellas de agua de litro y medio y recorremos la ciudad bajo un sol quemante e ardente.


Visita muy recomendable por el valor de los restos arqueológicos, pero también por la situación y el paisaje –al pie de una colina o tel formada por los residuos de todas las civilizaciones allí asentadas. Tanta acumulación de diferentes culturas –egipcios, mesopotámicos, griegos y romanos, bizantinos y árabes, cruzados, turcos, británicos y hebreos- nos sugiere algunas cuestiones: ¿De quién son estas tierras del Próximo Oriente?. ¿De su último conquistador?. ¿Y por cuanto tiempo lo serán?.


Llegamos a Jerusalén sobre las cinco. Nuestro hotel es grande, moderno y está situado fuera de la ciudad vieja, pero no muy lejos de la muralla otomana. Cientos de peregrinos latinoamericanos en el lobby y la cafetería. Al atardecer, damos un paseo introductorio. Pasamos por delante del YMCA –un precioso edificio art decó- y tomamos unas cervezas en la terraza del Hotel Rey David, de triste recuerdo por el penoso atentado de 1946 contra la administración británica. Espléndidas vistas sobre los barrios antiguos, relucientes a la luz de la tarde. Continuamos el recorrido hasta la puerta de Jafa y desde allí nos volvemos al hotel. Cenamos allí mismo, un bocadillo en la cafetería.

05 julio 2007

Oriente Medio - Diario de viaje (3)


Lunes 11 de junio. Nos levantamos temprano y desayunamos en el bufet del hotel. El comedor está lleno de huéspedes. Una gran mayoría son judíos militantes. Ellos con kipás en la cabeza y aspecto de soldados de vacaciones, bastante sexis; Ellas sin arreglar, con un pañuelo atado cubriendo el cabello y faldonas hasta el tobillo, el antídoto de la lujuria. Se entiende la difusión de un cierto mito gay sobre la facilidad para ligar en este país. Lo que yo no entiendo –hasta que Alfonso me lo explica- es la total ausencia de fiambre en el bufet del desayuno. Yo sabía que los judíos no podían comer carne de cerdo y sus derivados. Pero esperaba encontrar ternera o pollo. Pues no: Según las complicadas leyes que regulan lo kosher, no se pueden mezclar de ninguna manera los lácteos con la carne. El sandwich mixto es superpecado, aunque el fiambre sea de pavo. Y una salsa de cabrales para el solomillo es el colmo de lo maligno. Se puede tomar, en cambio, un bocadillo de arenque con queso fresco (puagh). Bueno –digo yo-, pues podrían poner dos bufetes, uno kosher y otro para que los gentiles nos arrastremos por el lodazal del vicio. De ninguna manera –explica Alfonso-, eso implicaría tener dos cocinas y dos cocineros diferentes, ya que cocina y cocinero quedarían contaminados por la mera presencia de un producto impuro, o por la mezcla impura de dos productos permitidos separadamente. De hecho, tienen obligatoriamente dos vajillas y dos cuberterías diferentes, una para lácteos (milchik) y otra para cárnicos (fleishik). De todas formas tenemos hambre y hay un abundante surtido de bollos, cereales, huevos, quesos, verduras y frutas, asi que nos ponemos como el Quico. Cuando estamos terminando el café, me fijo en el grupo de chulazos de la mesa de al lado. ¡Han bajado a desayunar con el subfusil!. Y lo dejan colgado de la silla, como si fuera la cámara de fotos... Como diría Obélix, están locos, estos judíos!.


En coche a San Juan de Acre (Akko). Fue el último reducto del reino cruzado en Tierra Santa, hasta que los mamelucos conquistaron la ciudad en 1291. Por aquí paseaba su soledad doña Berenguela de Navarra (quien la mandaría salir nunca de Pamplona) mientras su maridito, Ricardo Corazón de León, se iba de franca francachela con sus amigotes. De población mayoritariamente árabe, tiene un interesantísimo casco antiguo repleto de iglesias, mezquitas, ruinosos palacios medievales, sugerentes callejones y hasta tres “khan” o caravansares. Una ciudadela, construida por los otomanos sobre las ruinas del castillo de los cruzados, y el pintoresco puerto completan el cuadro.


Dejamos aparcado el coche en un parking a la entrada del casco viejo. Apenas hay turistas. Visitamos la mezquita de Al Jazar y comenzamos a internarnos en el laberinto de callejuelas, pero entonces Alfonso se da cuenta de que ha perdido las llaves del coche. Rebuscando en mi mochila, se me cae el sombrero anti-solar sobre un hermoso esputo. Desandamos el camino y las llaves reaparecen en su sitio: colocadas en el contacto del coche, listo para arrancar (más paciencia que el santo Job, es lo que yo tengo). Reanudamos la visita. Recorremos el “tunel de los templarios”, un subterráneo que construyó la Orden del Temple para comunicar distintas partes de la ciudad, y comemos en un restaurante que ocupa un edificio medieval sobre el puerto pisano. Cervezas, aceitunas, calamares (evidentemente no es un sitio kosher) y pinchos de pollo. Mediterráneo. Mientras comemos, podemos ver como unos chicos árabes se arrojan al mar desde lo alto de un farallón, parte de las derruidas murallas.


Tras visitar la ciudadela, bajo la cual los arqueólogos han recuperado varias estancias góticas de los cruzados, partimos hacia Safed, pueblo en las montañas que nuestra guía recomienda con entusiasmo. De camino, intentamos encontrar el castillo de Monfort, uno de los muchos que jalonaban la cadena de fortificaciones de los cruzados. Nos perdemos y preguntamos a un paisano, que agita su garrote y se mete al coche sin preguntar, señalando al frente como diciendo “yo os llevo”. Tras recorrer unos kilómetros nos hace señas de que paremos. Se baja del coche y nos señala hacia la derecha. “Monfort!”. Pues tampoco está allí, pero el hombre se ha ahorrado unos kilómetros de caminata con el autostop.

Safed: Un entorno prometedor, suaves colinas, vegetación mediterránea. Pero al llegar se nos cae el alma a los pies. Es un espanto, un horror de hormigón armado y chalés prefabricados que parece sin embargo satisfacer todas las necesidades turísticas del judío integrista medio (está abarrotado de ellos). Tras recorrer brevemente los lugares recomendados por la guía, salimos huyendo de vuelta al hotel.

Al llegar, Alfonso descubre que ha perdido su teléfono móvil. Esa misma mañana lo había usado cuando estábamos en el vestíbulo del hotel. Preguntamos en recepción, pero nadie sabe nada. Cena en restaurante chino-kosher “Pagoda”, el local de moda.

04 julio 2007

Oriente Medio - Diario de viaje (2)

Domingo 10 de junio. Desayuno en el hotel y salimos en coche hacia Galilea y la costa del lago Tiberiades. Primera parada en el mismo Tel Aviv, museo de la Diáspora. Nos perdemos varias veces y acabamos siempre en callejones sin salida dentro de urbanizaciones de apartamentos nuevecitos. Por fin localizamos el museo, dentro del recinto de la Universidad. Es interesante, muy didáctico y con unas bonitas maquetas que reproducen con exactitud sinagogas de todo el mundo, entre ellas la de Santa María la Blanca de Toledo. Parece que Isabel y Fernando no son muy valorados aquí por algún pecadillo sin importancia. Legiones de niños dando gritos. Seguimos viaje hasta Cesarea, las ruinas de la antigua ciudad que fue capital administrativa de la Palestina romana. Bonito, porque está al borde del mar, pero sin comparación con las cosas que hemos de ver en adelante. Comemos allí mismo, unas pizzas, y continuamos hasta Tiberias.


En fin, aquí se supone que empezó todo el jaleo: Jesús se dedicó a reclutar apóstoles entre los pescadores del lago y acabó caminando sobre las aguas. Nuestro hotel es un decadente edificio años setenta con pretensiones de lujo internacional. Tiene una pequeña playa privada y una piscina, así que rápidamente bajamos en bañador, pero no dejan meterse al agua porque el vigilante no está de servicio. De hecho no hay nadie. Hace muchísimo calor y un sfumatto brumoso difumina los contornos del paisaje. Calma chicha sólo interrumpida por un creciente rumor de música moruna. Nos damos cuenta de que proviene de una lancha motora que viene acercándose a la orilla, en dirección a un embarcadero cercano. A bordo, los excursionistas bailan sus cosas folklóricas.



Subimos de nuevo a la habitación, nos cambiamos y salimos a dar un paseo y a cenar. Al salir de la habitación, vemos una placa con una letra del alfabeto hebreo atornillada al quicio de nuestra puerta. Hay una en cada puerta. Es la letra “shin” en una “mezuzah”. Se supone que uno no debe salir de casa –ni de la habitación del hotel- sin darle un toque reverencial. Es algo así como cuando mi madre rezaba a San Cristóbal al arrancar el coche. Al bajar, observamos un cartel sobre uno de los ascensores: “Shabbat Elevator”. ¿Ascensor del sábado? ¿Qué es éso? Pues resulta que los judíos que cumplan con los preceptos de su religión no deben ni tan siquiera apretar un botón durante el sábado, de manera que existe en todos los edificios al menos un ascensor que hace paradas en cada planta de forma automática.


Paseo por el centro –un continuo mercadillo, sin más interés- y cena en una terraza al borde del lago: Pez de San Pedro, algo parecido a una dorada, bastante bueno. Hace tanto calor que han puesto ventiladores para simular un poco de brisa marina.

02 julio 2007

Oriente Medio – Diario de Viaje (1)

Sábado 9 de Junio. Llegamos a Tel Aviv. El aeropuerto es bonito y moderno y todos los letreros están escritos en hebreo, árabe e inglés. Son las 05:30 (hora local). Cambiamos nuestros euros por shekels (1 EUR = 5.50 ILS aprox.), tomamos un café y alquilamos un coche que ya teníamos reservado. Me doy cuenta de que me dejé olvidado el carné de conducir en Madrid, así que sólo conducirá Alfonso. El rapaz de la compañía de rent-a-car nos ofrece un upgrading a un coche mejor (Ford Focus) por un pequeño suplemento. Caemos en la tentación y resulta ser un coche automático, un coñazo estilo americano sin reprís en las cuestas ni en los adelantamientos. Tras los nervios iniciales, Alfonso se hace con los mandos y nos dirigimos a la ciudad. Grandes autopistas, centros comerciales, urbanizaciones, todo muy moderno. Parece Gandía. El centro de la ciudad resulta, sin embargo, algo deprimente: Es como si hubiera quedado anclado en aquella época gloriosa de los 70 en que Israel ganaba siempre el festival de Eurovisión. Yeyé revenido, diría yo. Dejamos el coche en el parking del hotel, nos instalamos y salimos a dar una vuelta. Pasamos por barrios de casas bajitas, de inspiración Bauhaus. Muchos de los arquitectos europeos de las vanguardias eran judíos y vinieron aquí en los años treinta y cuarenta. En general presentan un mal estado de conservación, con feos añadidos o viejos aparatos de aire acondicionado. Comercio pobretón. Salimos al paseo marítimo: Edificios enormes de hoteles y apartamentos. Mucha gente corriendo en ropa deportiva. Una hilera de banderas arcoiris nos recuerda que la víspera fue aquí el desfile del Orgullo Gay, con la emblemática presencia de Dana International en los carteles. Nos sentamos en la terraza de un chiringuito. Los chicos y chicas estallan de modernos. Una sociedad avanzada, libre y próspera al borde del mar.

¿Es ésto real?. Es real, pero me da la impresión de que es sólo una parte de la realidad. Es la “burbuja” que denuncia Eytan Fox en su última –e imprescindible- película (no dejéis de verla antes de seguir leyendo ésto). Esta gente bronceada que nos rodea está aquí ahora porque sus padres o abuelos vinieron de Europa y América huyendo de horribles persecuciones, de la discriminación, del rechazo. Quisieron construir un país nuevo y utópico para una nación imaginaria: Los judíos. Pero ¿qué son los judíos?. ¿Por qué razón alguien es “judío”?. ¿Por su raza? De ninguna manera. Frente a la aberrante opinión de los nazis, no existe una raza judía: Pueden ser altos o bajitos, morenos o rubios, de rasgos mediterráneos o germánicos o eslavos o africanos o indios quechúas. ¿Por su lenguaje?. Falso. El hebreo contemporáneo es un lenguaje moderno, inventado a partir de los textos sagrados. Los judíos de todo el mundo hablaban alemán yidish o español sefardí o francés o ruso, pero no hebreo. Eso era un lenguaje raro, apenas entendido, algo reservado para ceremonias religiosas –como el latín de las misas de mi infancia. Si, indudablemente existe un origen común, una milenaria conciencia de grupo aparte basada en tradiciones y costumbres transmitidas de generación en generación.

Y la religión. Si un argentino –pongamos por caso, y es un caso muy frecuente- quiere emigrar a Israel, puede hacerlo libremente de acuerdo a los términos de la Ley de Retorno (copio y pego): “La Ley del Retorno, promulgada en 1950, garantiza a cada judío, se encuentre donde se encuentre, el derecho de ingresar a Israel como "olé" (judío que emigra a Israel) y devenir ciudadano israelí. Para los propósitos de la ley, "judío" es una persona nacida de madre judía o que se convirtió al judaísmo, y que no es miembro de otra religión. De manera que el hecho diferencial definitivo es ése: la religión. El Estado de Israel –a pesar de su pretendida laicidad- es ante todo el Estado de los judíos que practican el judaísmo, no de los hebreos, no de los semitas, ni siquiera de sus propios ciudadanos.

De modo y manera que mis compañeros de chiringuito están aquí, tan modernos ellos, saltándose a la torera las restricciones del sabbath con su tanga de leopardo y su paquete de Winston en la mariconera, gracias a esos otros ciudadanos: Los de sombrero negro y tirabuzones. Ya que era el deseo y la necesidad de crear un estado para los judíos lo que llevó a la creación de Israel.



Comemos unos sandwiches rollo healthy en un bar de mucho diseño. Camareros guapos y simpáticos. Por la tarde visitamos Yafo (la Jaffa de Napoleón, la primitiva ciudad palestina que fue luego absorbida por Tel Aviv). Hoy en día es un agradable conjunto histórico, con una gran iglesia construida por los franceses y una pintoresca mezquita (foto). Cenamos allí mismo, en la terraza de un bareto cutre regentado por una enorme rusa rubia. Cervezas, humus, falafel, ensalada. Después de cenar, unas cervezas en Evita, el bar gay más popular. Poca gente, porque mañana es domingo y hay que trabajar. De vuelta al hotel, leemos un letrero en el escaparate de una tienda: "Se hablar Coordobés y Castellano"

01 julio 2007

Europride 2007

Calle Alcalá. 19 horas. Gente a patadas.



Desde la Puerta de Alcalá. 19:30 h. No cabe un alfiler



20:00 h. C/ Alfonso XII. Olvido, olvido!


C/ Alcalá con Gran Vía, 21 h. En medio de la marea humana.


Al llegar a Callao:


Y así hasta la medianoche (más o menos)



Seguía la fiesta