22 octubre 2008

Diario de Indochina (IV)


Sábado 13 de septiembre. Nochecita vietnamita: Tormenta con gran aparato eléctrico e indigestión sin un almax a mano. A las seis de la mañana tomamos una frugal colación y nos llevan en lancha a la Cueva de la Sorpresa. A pesar del nombre, no hay grandes sorpresas en esa cueva: Como en las cuevas de Nerja, estalactitas y estalagmitas iluminadas con colorinchis y un guía que hace ver en cada roca un objeto determinado. La Virgen de Lourdes, Ho Chi Minh o la Sirenita. En este caso, la atracción estelar es una formación caliza en forma de falo. El guía se mea de risa y los australianos se ruborizan.

Lo que si merece la pena es el islote –o más bien conjunto de islotes formando un puerto natural- donde se encuentra la cueva. Tremendos peñascos, que surgen del agua verde-azulada cargados de vegetación y se elevan abruptamente hasta una altura inusitada.

Volvemos al junco y desayunamos más en serio. Alfonso descubre que su cámara de vídeo ha dejado de funcionar, seguramente a consecuencia del extremo calor y humedad de la zona. Despliegan las enormes velas y el barco empieza a navegar lentamente, camino de Ha Long, la costa y el final de nuestro crucero.

En el embarcadero nos espera el chófer, que nos llevará al aeropuerto de Hanoi. Por la carretera voy fijándome en la arquitectura popular, casas familiares construidas casi todas en los últimos veinte años. El modelo básico es el chalecito francés: Tejado a dos aguas, frontones, balaustradas y arcos diversos. Algo que podría estar en Toulouse o en Tavernes de Valldigna. Pero lo peculiar aquí es que ganan en altura hasta alcanzar cinco o seis pisos, sin ocupar más que un escaso rincón del suelo. Es lo que llaman “casas cohete”. Además, la fantasía del constructor se traslada al edificio en forma de torretas, figurillas de dragones, ventanas morunas y demás detalles decorativos pop. El modelo básico evoluciona hasta extremos inconcebibles, creando algo que sólo puede ser Vietnam.

Llegamos pronto al aeropuerto, pero no conseguimos embarcar en el primer vuelo a Da Nang y el siguiente no sale hasta cuatro horas después. Tenemos que esperar en una sala fea y desangelada: Cuatro tiendas de golosinas y souvenirs, una cafetería cutre y una pequeña librería. Por matar el tiempo nos sentamos en la cafetería y pedimos unas patatas fritas –imitación a Pringles- y fideos industriales al microondas. Investigo las tiendas: Las de alimentación venden sobre todo frutos secos, chocolate, café y pasteles del Festival de la Luna (el regalo típico en estas fechas). En cuanto a la librería, casi todo está en vietnamita pero hay una sección en idiomas extranjeros. Son todo libros editados aquí, historia oficial y propaganda diversa. Las memorias de Ho Chi están en todos los idiomas imaginables. Ningún libro ni revista ni periódico occidental. Compro un librito en español sobre historia de Viet Nam y sus dinastías por unos 2 euros. La funcionaria me cobra con cara de aburrimiento y fastidio –estaba en animada charla con sus colegas hasta que llegué yo.

En apariencia se da aquí lo peor de los dos mundos: Una férrea dictadura comunista y, al mismo tiempo, el capitalismo más salvaje. Sin embargo el país parece funcionar, no se ve miseria, los niños van al colegio y todo quisqui tiene su casa-cohete y su moto. Supongo que lo primero que busca una sociedad como ésta, traumatizada por décadas de guerra y hambre, es cubrir una serie de necesidades básicas. Sólo después se preocuparán por cosas más sofisticadas –como la libertad.

Vuelo tranquilo, menos de una hora. En el aeropuerto de Da Nang nos espera un coche para llevarnos a nuestro destino, Hoi An, una pequeña e histórica ciudad unos 30 kms. más al sur. Por el camino se hace de noche. Vemos grupos de niños disfrazados tocando el tambor y bailando. El conductor, que habla algo de inglés y va de simpático, nos cuenta que se trata del famoso Festival de la Luna Llena de Septiembre. Hemos leído en la guía que esa noche es especialmente vistosa en Hoi An. Parece, pues, que hemos tenido una suerte extraordinaria.

Llegamos a nuestro hotel, el Golden Sands, un resort playero bastante bonito pero alejado unos cinco kilómetros del casco urbano. Como no nos queremos perder la fiesta, le pedimos al chófer que nos espere. Nos registramos en Recepción y, sin pasar por la habitación, nos disponemos a una inmersión cultural en la gran juerga anual de los niños vietnamitas. Poco después el coche nos deja en el límite de la ciudad antigua, cerrada al tráfico durante esa ocasión.



Paseo nocturno por la vieja Hoi An. Hasta el siglo XIX era un puerto muy importante, conexión de todas las rutas comerciales de Extremo Oriente. Allí llegaban barcos japoneses, holandeses o españoles (desde Filipinas) para adquirir productos procedentes de la India, Malasia, China o Tailandia. Los europeos llamábamos a la ciudad “Faifo”, deformación de la expresión vietnamita “Hai Pho” (ciudad costera). Y una curiosidad: Francia llegó aquí de la mano de España, durante la llamada “Guerra de la Cochinchina” (1858), una típica guerra colonial de la época.



El casco histórico –Patrimonio de la Humanidad de la Unesco- es un conjunto de calles amplias, de casas bajas con tienda, almacén y vivienda de la familia propietaria. Hay muchas tiendas, bares y restaurantes, orientados casi siempre al abundante turismo internacional –aunque también existe un turismo interno bastante fuerte. En cada rincón, farolillos de colores decoran la fachada de templos y comercios. En una esquina juegan a romper piñatas. Pasan pandillas de niños tocando el tambor: Algunos bailan y van disfrazados de personajes mitológicos, los demás hacen ruido y asaltan a los transeúntes pidiendo dinero o golosinas. El protagonista es el Unicornio, animalito que no se parece en nada al unicornio de la cultura occidental; Más bien parece una especie de dragón.

Terminamos nuestro recorrido con un paseo a través del puente japonés y junto al río, iluminado con figuras de animales míticos. Pintoresco. Volvemos al hotel en un mini-taxi.

1 comentario:

Argo dijo...

Al próximo me llevais en la maleta, que quiero conocer mundo.